sábado, 12 de marzo de 2011

El Elfo Patata, de Vladimir Nabokov. Comentario de María José Martínez Sánchez

Estamos ante un relato que Nobokov escribió, lógicamente, con su estilo, con sus dominio del lenguaje, y con sus típicos desvaríos a través de los cuales crea el personaje de su narración, a la vez que nos habla de su propia persona. Y como cierta locura es también creadora, Vladimir Nobokov nos cuenta la historia de un enano, casi un aborto, que creyó haber crecido de la mejor manera que se puede crecer, a los pies de su amada, pero que al final de la historia comprueba que todo aquello sólo fue un sueño enamorado y que todo sigue igual.
La historia transcurre a través de una serie de trucos –demasiados, para mi gusto–, con los que el autor deja bien retratada la retorcida crueldad que es posible derramar sobre la vida de un hombre pequeño. Este juego de trampas y trucos se repita varias veces a través de la historia del prestidigitador, el hombre que construye el cuento, el que se ríe de todo, el que no toma en serio ni a su mujer, ni a su matrimonio, como si la vida fuese en broma y como si nada fuese con él. Y este ser incapaz de generar nada serio, ni para él mismo, tampoco es capaz de engendrar un hijo, cosa que su mujer echa de menos. La paradoja está en que por disfrutar de una relación inducida, por hacer la broma más perversa al llevar al enano a su casa junto a su mujer, ésta concibe un hijo del enano, dando lugar así a la venganza de ella sobre el marido, a la vez que castiga al enano no diciéndole nada de ese hijo hasta que ha muerto. Así, pues, en esta relación, el enano no ha conseguido ni amor ni dignidad, y sigue siendo un pobre hombre que no se encuentra a sí mismo en ninguna parte, puesto que su paso por el mundo no ha tenido ninguna justificación. Ninguna.
El cuento es de gran riqueza imaginativa y da lugar a múltiples lecturas, porque todo él es un acto de prestidigitación. Yo me he preguntado muchas veces desde dónde se escribe un cuento así, porque no me resulta fácil entender el deseo del autor, si es que lo hubo, o si lo escribió adelantándose a su época en la que solo se narraba, imaginando ahora algo que podría ser o sea, instalándose en plena vanguardia, o bien si Nabokov fue llevado a esa escritura sencillamente por ese autor interior implacable que pasa por encima de toda lógica para escribir él lo que quiere y cómo quiere. Y así es que, al final, me he cansado de recorrer la historia para distinguir entre lo que era verdad y lo que era truco. Y cansada también de esa retórica Nobokoniana, tan mágica, con la que el autor arma y desarma la historia a su gusto, me doy cuenta de que este relato no es de mi gusto, pues este cuento no llega a trasmitirnos ninguna verdad, ni enseñanza, ni filosofía, no porque no la tenga en sí mismo, por supuesto, sino porque la mano del autor jugando con nosotros es tan visible que me desagrada.
Verdaderamente el autor nunca quiso que en su obra hubiera elementos didácticos, pero es en este caso, tal vez más que en otros, donde yo hubiera deseado una palabra en boca de alguno de los personajes descalificando la crueldad.
Y sobre este cuento se me ocurre una pregunta: ¿Las personas son como los países?
Nacido en San Petesburgo, en 1899, pasa su juventud en Rusia. En 1919, se exilia y vive en Inglaterra, estudia en Cambridge, y más tarde pasa a vivir en Alemania, Francia y EEUU, donde finalmente se nacionaliza. Realmente nunca tuvo un lugar de acomodo, un paisaje fijo en donde formar su propio paisaje, un espacio donde nacer y renacer a través de los años, una madre patria.
Y leyendo este cuento increíble, también se me ocurre pensar, que la locura, en su delirio, es simuladora de vida. Y esa simulación de vida y traición, esa broma pesada, fue la que Shock quiso hacer con el enano y su mujer. Porque él vivía así, porque se divertía así. Y su mujer se lo consentía. Eran un matrimonio de circo y la vida, a veces, también lo es.
En las obras de Nobokov aparecen la dureza y también la ironía, ironía que sin duda él hubo de echarle a la vida para poder sobrevivir. Siempre se preocupó por la estética de sus relatos, por la trama, por crear la atmósfera precisa en la que se quitan o se otorgan posibilidades a los personajes para justificar lo que se quiere contar como real, empeño lógico en un escritor y que él siempre consiguió con creces. Y no iba a ser menos en el caso de la historia de Frederic, el circense personaje del relato, pequeño duendecillo del aire, esencia de su nombre, niño al fin, del que Vladimir se ríe, y al que maneja a su antojo, lanza a lo alto, recoge y vuelve a lanzar, en ese ir y venir por ese mundo exterior que el enano desconocía, para dejarle soñar y caer varias veces.
Y así hasta la muerte.


María José Martínez Sánchez

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