domingo, 19 de junio de 2011

Breve comentario a "La intrusa" de J. L. Borges. Por Gustavo Dessal.

Sin duda, es muy improbable que Eduardo Nelson (o Nilsen) hubiese confesado alguna vez esta historia, ni siquiera después de la muerte de Cristián. Habría supuesto una traición, un quebranto del pacto viril que unía a los hermanos, y que acabó siendo más fuerte que el renuncio al que ambos sucumbieron durante un corto tiempo de sus vidas. Pero que la fuente de la leyenda no haya sido la boca de Eduardo, es el motivo que le permite a Borges introducir, desde las primeras líneas de este cuento descarnado, uno de sus temas favoritos: la idea de que lo real es inasible, y que la realidad solo se sostiene en la ficción. No existen los hechos, no existe la facticidad de lo vivido, no hay alcance posible del texto originario de las cosas, y toda palabra es siempre la que viene al lugar de otra irremediablemente perdida.

“Alguien la oyó de alguien”, nos informa Borges con su habitual laconismo. Y ese alguien,¿de quién la oyó? Se adivina aquí un deslizamiento que borra el origen, deslocaliza la fuente. Por si no fuera suficiente, una segunda versión llega a los oídos de Borges, “ con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso”, y que deben asumirse como inevitables, casi diríamos naturales, así como la tentación confesada de que el afán literario le añada alguna que otra modificación. Aquí es donde escritura y pensamiento se conjugan, dado que el genio de Borges es profundamente filosófico además de poético: nos jura probidad, es decir, honradez, la cual no consiste en buscar la objetividad, sino la verdad, ese “breve y trágico cristal” que solo la ficción nos permite extraer.

Si el origen de la historia se pierde, otro tanto sucede con el origen de sus protagonistas, que nada saben sobre el lugar ni el tiempo ni las palabras que los preceden y constituyen: su azarosa crónica, perdida “como todo se perderá”. La Biblia y el color de su pelo delatan una procedencia remota y europea, más lejana que la de los conquistadores. Como ambos profesan hacia la ignorancia la misma pasión que se les impondrá en un recodo de su existencia, viven en el absoluto desconocimiento de su historia. Tras de sí no hay relato alguno, y son ellos los que fundan su gesta, como si nada debieran ni hubiesen salido de vientre alguno. Juntos, son el principio y el fin.

No es necesario conocer cómo Juliana Burgos se cruzó en sus vidas. Por lo visto, Borges juzga superfluo gastar siquiera una línea en ello. Conformémonos con saber que un buen día Cristián la trajo a vivir con él, es decir, la introdujo como tercera en la paridad de esa temible fratría, hasta entonces solo afectada por una diferencia en la edad. ¿Fueron los modestos encantos de Juliana los que conmovieron el corazón duro y reseco de Eduardo, o el mero hecho de que, viéndola en posesión de otro, él se viese a sí mismo como privado de lo que nunca había echado en falta? Y que conste, como Borges nos lo señala con máxima economía de términos y precisión de conceptos, que a ninguno de los hermanos le había faltado hasta entonces el aliviadero del sexo en juergas y lupanares. No fue el deseo lo que desacomodó sus rutinas y amagó con desatar el nudo de la pareja fraterna. Fue el amor, inaudito en el escenario de esas vidas que por encima de todo defendían su soledad y su silencio. Un amor que, en aquel “duro suburbio” donde ni siquiera para sus adentros un hombre podía confesarlo, los humillaba a los dos, porque el amor brota de la falta, y al instante la revela y la muestra, para vergüenza del varón que cifra su hombría en su afán por desconocerla, aunque para ello tenga que mutilarse.

Tal vez porque la voluntad de justicia distributiva no pudiera disimular la preferencia de Juliana por uno de ellos, o tal vez porque el arreglo estaba necesariamente prometido al fracaso, el hecho es que hubo un primer intento de automutilación: vender a la Juliana a un prostíbulo, arrancarla del lugar del amor y devolverla al sitio donde están las mujeres que no causan problemas, porque no se distinguen, si se poseen, ni se codician. Si acaso procuraron mediante este manejo regresar a la petrificada rutina de la comunidad de los “hombres entre hombres”, no pudieron lograrlo, y no le faltó valor a Cristián para ponerle palabras, las justas pero certeras: “De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano”.

¿Borges escribe en el lenguaje de esos hombres, o esos hombres hablan el lenguaje borgiano? Se abre aquí una bifurcación que no habré de tomar, por conducirnos de pleno hacia la inmensidad de la lengua que Borges nos descubre en el habla de esos seres desprovistos de toda erudición. En la pluma de Borges, los gauchos tejen un decir poético que iguala a Homero o Rimbaud.

Fracasada “la infame solución”, es necesario un proceder más quirúrgico, porque el rebajamiento imaginario intentado mediante la venta no ha conseguido otra cosa que aproximarlos aún más al temido abismo de la carencia. Muerta, ya no será de ninguno, y ninguno habrá de sentir el insoportable dolor de amarla, el único miedo con el que no pueden batirse.

GUSTAVO DESSAL

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