viernes, 16 de septiembre de 2011

Meditaciones literarias XIII. La palabra de la literatura. Por Miguel Ángel Alonso

¿Cuál es la palabra capaz de resonar en nuestro ser?

Si pensamos en la palabra que se escribe en la literatura, nadie dudaría en relacionarla con la verdad. Podríamos deducir de ello, que es la palabra de la literatura, entre otras, la capacitada para resonar en nuestro ser, para decir, aunque sea a medias, nuestra verdad.

Pero este razonamiento contrasta con muchas de las definiciones que, sobre la literatura, y por consiguiente, sobre la palabra, se vierten en los diccionarios. En algunos, literatura se asigna al “arte que emplea como instrumento la palabra”. Por su parte, en el diccionario de María Moliner encontramos la siguiente definición: “Literatura es el arte que emplea como medio de expresión la palabra hablada o escrita”.

Podemos observar con claridad la diferencia. Si para unos la palabra es instrumento, para otro es medio. A mi modo de ver, habría que hacer alguna matización respecto a las definiciones que sostienen que la literatura es el arte que emplea como instrumento la palabra. Eso es como decir que el arte de la pintura es la que utiliza como instrumento el óleo, el carboncillo, o el pincel. Sería no decir nada. La cosa no es tan simple.

Cuando se vierte una definición de literatura, en esa definición la palabra adquiere un sentido conceptual, es decir, se hace necesario asumir una determinada concepción de la palabra. Hacer de la palabra un instrumento, nos induce a pensar que sobre ella el literato ejerce un dominio, algo así como el uso que hacemos de un martillo como instrumento cuando queremos moldear un objeto.

Habría que señalar que la intencionalidad del autor literario y el puerto al que arriba su intención, son elementos que generalmente no coinciden cuando de una empresa literaria se trata. El literato no tiene dominio absoluto sobre la palabra, y lo sabe. Más bien, cuando el literato escribe, él sí, es poco más que un instrumento, un amanuense que el Lenguaje utiliza para expresar algo. Cuando sostiene el bolígrafo en su mano, ¿cuántas veces siente que está escribiendo las palabras que provienen de un lugar Otro, de una alteridad que dicta la escritura? El texto que se precipita es establecido por el Otro al margen de la intención del autor.

En realidad, esa es la esencia de cualquier relación con el Lenguaje, y esa es la esencia de la palabra literaria. En muchas ocasiones sucede que si el literato quiere hacer, con su razón, con su conciencia, con su voluntad, un forzamiento sobre el texto, éste se detiene, no marcha. Por lo tanto, aquél que escribe literatura escribe, sobre todo, lo que el Otro quiere y no lo que quiere él. Hasta podría decirse que lo verdaderamente literario es lo que escapa por completo a su conciencia. Como decía Borges:

Un escritor ha de escribir más de lo que pretende, si no, no ha escrito nada”.

Según esta concepción de la palabra, la que se vierte en la Literatura dista de aquella convencional que usamos conscientemente en la jerga corriente. Quizá podríamos decir que la obra literaria, con respecto al literato, tendría más un estatuto de enunciación que de enunciado.

Por todo ello, sería preferible la definición que se hace en el diccionario María Moliner sobre la literatura. Y ello porque no presupone un poder sobre la palabra. La palabra, ahí, sólo es un medio para la expresión, lo cual da idea de exterioridad, de alteridad, es decir, de algo Otro más apropiado para asignar al lenguaje literario y a su palabra.

Para abundar en el tema, yo diría que la palabra de la conciencia, la palabra de la voluntad, esa que usamos como instrumento de comunicación, es una palabra algo muerta, poco viva, y por tanto, incapaz de tocar al ser. Para corroborar esta afirmación, traigo a colación un fragmento literario en el que podemos comprobar la dificultad que supone tañer las cuerdas del ser. Así lo expresaba el reproche de Hamlet ante el intento de los cortesanos Rosencrantz y Guildenstern por sonsacarle el significado, el sentido de la melancolía en la que se sostenía. Aquellas palabras metafóricas de Hamlet en el Acto III, escena 2º del drama de Shakespeare:


Hamlet: "Pues mira tú en qué opinión tan baja me tienes. Tú me quieres tocar, presumes conocer mis registros, pretendes extraer lo más íntimo de mis secretos, quieres hacer que suene desde el más grave al más agudo de mis tonos, y he aquí este pequeño órgano, capaz de excelentes voces y de armonía, que tú no puedes hacer sonar. ¿Juzgas que se me tañe a mí con más facilidad que a una flatua? No; dame el nombre del instrumento que quieras; pero por más que le manejes y te fatigues, jamás conseguirás hacerle producir el menor sonido"


Son las palabras de Hamlet recogidas por Sigmund Freud en su conferencia de 1904 titulada Sobre psicoterapia, y las recoge con el fin de alertar a los practicantes de otras disciplinas –sobre todo a los de la medicina, muchos de los cuales no ven en el hombre otra cosa que organismo— alertarlos acerca de la falacia que supone creer que se puede acceder a la subjetividad sin la preparación adecuada, o sin preparación ninguna, como es el caso de los cortesanos. Ignorar, o lo que es peor, despreciar el extraordinario valor, la esencia de aquello que sustenta en su materialidad los productos del ser, es decir, las singularidades de una palabra que tenga el estatuto de verdad, es una insensatez.

No cualquiera es capaz de afinar y tocar las cuerdas de la subjetividad, sólo algunos pueden autorizarse en esa responsabilidad, pues en ella derramaron con ahínco su deseo, a veces de forma épica. Hablamos de los elegidos por el lenguaje para interpretar la sinfonía del ser, eminentemente, los literatos.

¿Por qué habrían de ser los elegidos para tañer sinfonía tan singular?

Por lo que planteábamos en el comienzo de esta reflexión, porque es el lenguaje, como Otro, el que escribe palabras en nuestro cuerpo, y en nuestra página blanca. Porque, curiosamente, ya en el nacimiento de la literatura se produce una intuición fundamental, sus amanuenses, aquellos que se ofrecen para dar a la luz la transcripción de las palabras de los oráculos, de las musas, del inconsciente, intuyen que el lenguaje no es un instrumento que ellos puedan manejar a su antojo, comprueban que no tienen el poder, que con respecto al lenguaje no son amos sino siervos.

Esa sería la particular disposición en la que fundan su acción, insisto, una posición de servidumbre ante lo que podemos caracterizar como éxtimo –neologismo creado por Jacques Lacan—es decir, lo más íntimo a la vez que lo más Otro del ser humano: el lenguaje. El poder y el saber están en el Otro, y los literatos permiten que ese lenguaje los colonice. Por las palabras son conducidos, transitados, y es así como se afanan en la inigualable aventura literaria que, sólo con esa concepción de la palabra, es posible vivir.

Miguel Ángel Alonso

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