viernes, 18 de noviembre de 2011

Rosa López abre la segunda reunión de LITER-a-TULIA dedicada al odio a través del relato "Confesión encontrada en una prisión en la época de Carlos II"


Quiero comenzar subrayando lo extraordinario de la posición existencial desde la que habla el protagonista, todavía entre los vivos, pero a punto de entrar en el mundo de los muertos. Esa extraña zona entre la vida y la muerte, que hace que el sujeto tome la palabra para confesar “Toda la verdad”, eso que se pide en los juicios cuando se obliga a jurar sobre la Biblia que se va a decir: la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Solo que la verdad no puede decirse toda, aún cuando esta sea la intención de un sujeto, que por otra parte ya no tiene nada que perder. No puede decirse toda, ni puede decirse nada más que la verdad depurada completamente de la dimensión del engaño. La verdad es mentirosa y parcial por estructura. Seremos los lectores quienes recibamos esta confesión y tratemos de comprender algo más con los pocos, pero esenciales, elementos que nos ofrece el relato.
Tenemos al protagonista que se define como un hombre cobarde, desconfiado y hosco y tenemos al hermano, quien, por el contrario, atesora las virtudes que al él le faltan: generoso, viril, de buen corazón, más guapo, vital y sobre todo amado. Ambos hermanos son de naturaleza tan diferente que el mensaje que los otros le transmiten  al protagonista cuando le conocen es que no se puede comprender cómo tienen tan pocos puntos en común. La comparación siempre es odiosa, sobre todo cuando uno sale tan mal parado frente a la imagen del otro. El hermano encarna el ideal masculino, mientras que él es un ser despreciable que nos confiesa, de entrada, dos sentimientos: la indiferencia ante la muerte del hermano, probablemente tan deseada, y esa enconada envidia que siempre sintió en su corazón.  Creo que tenemos aquí la clave de todo el drama. De la envidia feroz en la infancia, pasando por el deseo de muerte del otro, hasta llegar al odio, que es el tema de esta reunión.
Tanto la filosofía como el psicoanalisis se han preguntado cuál es el sentimiento más arcaico del ser humano, si el amor o el odio, llegando a la conclusión de que primero es el odio y después el amor. Para el psicoanalisis el odio es precursor del amor y constituye el vinculo primario con los otros. Más precisamente, lo que se comprueba  a través de la clinica, es que el origen de las relaciones sociales se encuentra en los celos con el hermano. En la fraternidad se dará el amor, sin duda, pero son los celos los que constituyen el pivote al rededor del cual se conforma el destino de cada sujeto en el registro de lo social. El reconocimiento en la infancia de la existencia del hermano produce un fuerte sentimiento de intrusión. San Agustín en sus Confesiones nos ofrece una imagen paradigmática de este drama inicial de la vida: “He visto con mis ojos y observado a un pequeño dominado por los celos.  Todavía no hablaba y no podía mirar sin palidecer el espectáculo amargo de su hermano de leche”.
De esta encrucijada vital se derivan dos caminos diferentes: o bien el sujeto se queda  en el odio y la consecuente necesidad de destruir al intruso, o comienza a amarlo y a identificarse con él. Generalmente el odio y el amor se conjugan como las dos caras de una misma moneda, de manera que el amor más fuerte puede bascular hacia el odio y viceversa.
El relato de Dikens tiene una lógica implacable que muestra la sabiduría del escritor acerca del funcionamiento del alma humana. El protagonista se casa, pero no con cualquier mujer, sino precisamente con la hermana de la esposa de su hermano. Dos parejas de hermanos de distinto sexo se dan cita en el texto para duplicar el efecto del drama de la fraternidad. Este casamiento no le acerca más al hermano por la vía del amor, sino que se desliza ya irremediablemente hacia el odio mediante un desplazamiento del mismo sobre la figura de la cuñada. Creo, por otra parte, que en  la trama no vamos a encontrar la ambivalencia común entre el amor y el odio. Decimos, sin equivocarnos, que no hay amor sin odio, pero la frase no es reversible, pues muy bien puede suceder que haya odio sin amor. Pienso que este es el caso de nuestro protagonista y es lo que origina la gravedad de sus sentimientos y del acto que se deriva de los mismos. Cuando el odio no está neutralizado por el amor, lo que se pone en juego es la necesidad de destruir al otro, ese otro que se nos torna insoportable, que nos persigue con su mirada, que conoce el núcleo miserable de nuestro propio ser. La mirada del otro se hace omnipresente y atraviesa la barrera del semblante hasta descubrir lo que hay detrás de las apariencias.  Si el amor se dirige siempre al semblante, el odio apunta al ser del otro. 
Cuando el odio cobra este carácter extremo estamos, sin duda, en el campo de la enfermedad mental. El enfermo experimenta la existencia del kakon (palabra griega que significa “mal”). Ese espíritu maligno que lo amenaza desde el exterior, pero que a la vez lo habita en lo más intimo. La experiencia es tan insoportable que para liberarse de la misma el sujeto pasa al acto, en este caso homicida, aunque podría haber sido suicida, porque en definitiva el enfermo quiere asesinar en el otro el kakon de su propio ser.
Volvamos a la historia; parece que la fortuna hace que la cuñada muera, liberando al sujeto de su mirada escrutadora y amenazante. Sin embargo, es imposible liberarse de algo que se proyecta fuera estando a la vez dentro, por eso muerta la madre el mal retorna bajo la figura del hijo como una replica de la muerta. El niño es portador de una mirada que lo persigue con un propósito y un significado que el sujeto dice saber.
Si pensamos este crimen como los detectives que vemos en las peliculas empezaríamos preguntándonos por el móvil del mismo. Quid pro quo? ¿A quién beneficia?  Me parece que el autor nos lanza un falso señuelo al mostrar que la muerte del niño convertiría al asesino en heredero y que el motivo pudiera ser el interés económico. Pretendo demostrar que el pasaje al acto homicida está comandado por el odio en su expresión más radical, depurado de todo sentimiento amoroso, un odio que solo puede saldarse con la extinción del objeto que lo produce. Si seguimos las pistas a la letra nos encontramos con la siguiente secuencia:
“Siempre que salía de mis pensamientos melancólicos lo encontraba mirándome con fijeza”
Primero: el sujeto dice estar inmerso en sus pensamientos melancólicos, es decir es presa de un mal que le aproxima a la muerte, muy frecuentemente bajo la forma del suicidio. El melancólico siente que su ser no es más que un deshecho que no merece seguir vivo. Esto no es un dato exclusivamente clínico, desde hace siglos la melancolía ha sido materia de la literatura y de la sabiduría popular y siempre aparece  ligada al suicidio.
Segundo: cuando sale del horror interno de sus pensamientos lo que encuentra es el horror exterior de una mirada acusatoria, que lo desprecia nuevamente como un ser indigno. Quiero subrayar el carácter reversible del conflicto, lo insoportable se presenta basculando del interior al exterior y su erradicación solo puede obtenerse mediante el suicidio o el homicidio.
Tercero: de la mirada que viene del niño hacia su persona se pasa progresivamente a la mirada de él sobre el niño. Lo miraba durante horas, escondido detrás de un árbol, después miraba la escena del niño con su esposa como si esta fuera una madre, o por las noches miraba como dormía. No puede parar de mirarlo con una fascinación malsana que le hace sentir como un “infeliz culpable” a punto de ser sorprendido por una mirada que lo miraría mirando. Es su propia mirada la que va teniendo un propósito aniquilatorio hacia el niño y al mismo tiempo proyecta ese sentimiento como una amenaza que le viene del otro, por eso nos dice “sólo el diablo sabe con qué terror yo, un hombre hecho y derecho, seguía los pasos de aquel niño que se aproximaba a la orilla de agua”
Quinto: en el momento del acto homicida se produce un estado alucinatorio, retorna la mirada de la madre en los ojos del niño y luego se multiplica por doquier, todo el universo se transforma en mirada ante la que no hay ocultamiento posible y entonces, el cobarde y poco hombre aniquila a aquel que provenía de una sangre valiente y varonil (la del hermano).
Después queda preso de la obsesión absoluta de ocultar su acto (todo lo demás no le importa), pero no se puede esconder nada cuando la mirada amenaza por todas partes. Matas unos ojos tratando de eliminar su mirada y está vuelve con más potencia. No hay manera de ganarle la partida, es ya la mirada de Dios la que le observa, el ojo de fuego sin soporte humano eliminable.
“Los trabajadores debieron de pensar que estaba loco”. Es que efectivamente lo estaba, porque a fin de cuentas mientras el mal estaba localizado en el niño el sujeto se sostenía en el odio, ahora el mal está sin localizar y se arrepiente de haberlo matado no tanto por compasión como por parar esta locura insufrible, el terror continuo de que lo oculto se destape. Ya no puede dormir, ni comer, ni vivir, porque  el muerto puede salir de su tumba.
La visita del conocido y su compañero le hace perder lo poco que le quedaba de juicio. Sentado sobre la tierra que oculta el cuerpo muerto, escucha la siguiente frase “¿Qué puede ganar un hombre asesinando a un pobre niño?”. Él todavía mantiene cierta tranquilidad, pero entonces, como viniendo de otro mundo surge la presencia de dos perros sabuesos que descubren su presa a través del olfato. Es fantástico este giro que encuentra Dikens pasando de la mirada al olfato, ese sentido que se orienta sin ver y del que los humanos nos apartamos al hacernos bipedos.
El asesino es descubierto por los dos perros y apresado por los dos hombres, en una escena en la que definitivamente muestra su locura. Finalmente confiesa y pide el perdón. Despues, en esas horas previas a la muerte, vuelve a confesar, sin compasión, ni consuelo alguno, completamente solo respecto a cualquier compañía humana, pero absolutamente acompañado por su espiritu maligno, ese kakon que trato de eliminar en el otro y que no lo abandonara jamás.
 Rosa López

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