lunes, 23 de abril de 2012

"Un puñado de esplín", comentario de Antonio Hernández sobre el cuento de Nadine Gordimer "Un Hallazgo".

Esperaba este final. Creo, incluso, que era un final esperado por todos. Porque el hombre que se va de veraneo acompañado únicamente de un puñado de esplín sobre los hombros (y rindo homenaje así a aquel hermoso tango de Piazzola y de Horacio Ferrer), nos ha hecho entender desde el principio que la mujer, una mujer,  ha sido siempre imprescindible en su vida. Hasta llega a decirnos que ha creído alguna vez enamorarse de rameras y vagabundas.

Me permitís que haga un inciso. Se trata de una breve referencia al lugar donde confiesa tal debilidad. Y es que algo hizo que yo, después de leer el corto párrafo que comienza en un punto y aparte con un “Pero aquellas rameras y vagabundas…”,  me volviera hacia atrás. Quizá me pareció que, sin querer, me había saltado un trozo. Y no, no era así. Y me desconcerté. Y lo leí de nuevo. Porque situado donde estaba no resultaba claro si tal párrafo era una reflexión sobre un tiempo anterior, o si era un suceso que le había pasado en aquellos momentos. ¿Será que el párrafo se ha traducido mal, o que en la edición en castellano se ha puesto en un sitio equivocado?

Y entonces dejé el escrito, salí a la calle, me fui a una librería y consulté la obra en su idioma original. Mi suposición segunda era la cierta: el párrafo estaba en un sitio equivocado. O, para contar todo el problema, la edición española había, de un lado, introducido un punto y aparte donde no correspondía, y, de otro, había partido el párrafo en dos. Porque el párrafo en inglés se inicia tras la frase que indica que se va de vacaciones, y sus palabras son: “Fort he first time he could remember…”, es decir, “Por primera vez recordaría…”, para seguir después, sin ningún punto y aparte …”que aquellas rameras y …”. Me causa un enorme desconcierto que se publique un texto tan irrespetuoso con el original. Me deja realmente asombrado.

Pero dejemos ya el inciso y volvamos al punto en el que estábamos, cuando nuestro hombre se va de vacaciones a una playa. Es un buen escenario para que la autora nos recuerde que en la cabeza de aquel hombre bulle sobre todo la mujer, y en este caso, el espectáculo que ofrece la mujer, ya sea con sus gritos alegres, sus piernas, sus brillantes escorzos contra el sol o sus escotes. Las mujeres.

No sólo las mujeres, sin embargo. Hay otro interés que le atrapa. Está construido con recuerdos de infancia. Se refiere en este caso a las piedras, a las pequeñas piedras y a los trozos de roca. Como tantos otros chicos, él también disfrutaba de pequeño haciendo que las más  planas saltaran sobre la superficie del agua. Entre ellas es donde descubre la sortija perdida que, a partir de ese instante, constituirá el motivo de la trama.

De entrada, sirve para mostrarnos un lado muy ético, muy justo, muy “legal” (como dicen ahora los chavales) de aquel hombre solitario. Porque se esfuerza mucho en hallar el método mejor para que la sortija sea devuelta realmente a su dueña. Y piensa que la persona que venga a reclamarla, tras el oportuno anuncio en el periódico local, deberá describirla muy bien, muy acertadamente. Cualquiera apoyaría este plan. Como creo que, de acuerdo con el inicio de mi escrito, también apoyaríamos lo que a continuación sucede.

Y es que una voz distinta, que luego se acompaña de unos ojos serenos gris verdosos, le reclama la  joya por teléfono. Y ella, una vez que se acerca hasta el hotel, no sólo no atina muy bien a describirla sino que, al intentar probársela, pone de manifiesto claramente, puesto que no sabía cuál era el dedo en que debía ir, que nunca había estado en su mano. Pero a él no le importa. Era la mujer que esperaba. Acabarán casándose.

Nuestro protagonista, llevado por un pathos que se piensa es muy propio de todos los varones, lo que de verdad parecía buscar es que una mujer le atrajera enormemente, sin que fuera posible duda alguna, una mujer que se acercara, lo mirara y, por encima de una verdad legal que siempre podría arreglarse, le llevara enganchado tras su aliento hacia una verdad más esencial.



La escritora nos cuenta, pues, que el toque de azar que juega en nuestras vidas, aquí representado por el  brillo de aquella sortija entre la arena, lo que viene a recordarnos es que el varón, más allá de otros motivos, más allá del poder o de la ética, más allá de cualquiera conveniencia, terminará por elegir a la pareja que alimente su libido. Eso es lo que ocurre en este caso. La lógica que encierra tal conducta, aunque ni al mismo hombre se le alcance, quizá sea una táctica para sentirse vivo en la existencia. Porque puede meterle en la trampa de una elección equivocada, pero quizá le sirva para vitalizar su alma de persona, algo agarrotada en el camino de su definición como varón. Entre el deseo y el deber, parece intuir que su lado más humano se perfila mejor del lado de la sexualidad.
Y actúa en consecuencia.

Antonio Hernández

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