lunes, 3 de marzo de 2014

Seda, de Alessandro Baricco. Comentario de María José Martínez

En la oscuridad no importaba amar a aquella joven y no a ella
  
Todo amor es fantasía,
 él inventa el año, el día,
la hora y su melodía;
inventa el amante y, más
la amada. No prueba nada,
contra el amor, que la amada
no haya existido jamás”.

Antonio Machado.

Tenemos ante nosotros una historia de Alessandro Baricco ambientada en el s.XIX que, como dice el mismo autor, no es una historia de amor sino de dolor y deseo. Y al hablar  de deseo se me ocurre la pregunta: ¿hay varios tipos de deseo, o éste es único pero con ciertas  variantes?

El relato en cuestión está cuajado de imagines visuales donde el aire, el agua, la seda y los pájaros, nos señalan lo evanescente, lo ligero, lo casi inmaterial que debiera no dejar huella o, simplemente, en el caso de los pájaros, la libertad. Es un relato minimalista de tramos breves y frases escuetas, tan escuetas como la vida que se había planteado el protagonista, y con ciertas repeticiones que nos llevan volando hasta el final, para luego tener que volver a leer lo que nos hemos dejado atrás, que es mucho.

Hervé Joncour vive en Lavilledieu sin hijos y felizmente casado con Helene, y desde esa atalaya contempla la vida que no vive y “asiste a su propia vida, por considerar improcedente cualquier aspiración a vivirla”,  Y esto, que parecía ser lo que Hervé deseaba, a la vista de lo que le ocurrió luego, nos lleva a preguntarnos: ¿es que la imaginación tiene necesidades que se han de abastecer para que el ser humano no languidezca? ¿Es que no se puede vivir siendo solamente feliz, como parece que él era? Y finalmente ¿de donde nacen esas necesidades que surgen en la vida de Hervé? Se me ocurre pensar que el deseo de una vida tan sencilla y tranquila como la suya, no era todo su deseo y que él desconocía lo que en su inconsciente deseaba. 

En este delicioso relato, Baricco juega mucho. Juega con la seda, juega con el aire y con el deseo, juega mezclando Oriente y Occidente y finalmente juega con las palabras. Hervé viaja a Japón varias veces y es curioso observar como el relato de la ruta que sigue se repite exactamente en cada caso menos en una palabra, la palabra que en sus cuatro viajes sirve de sobrenombre al lago Baikal. Yo me imaginaba a Baricco copiando una y otra vez esa descripción, cuando me fijé que el sobrenombre del lago es diferente en cada caso. En el primer viaje él se va tranquilo con su vida, y entonces  los lugareños llaman “mar” al lago. En el segundo viaje lo apodan “el demonio”, y Hervé regresa seducido y tentado por aquellos ojos. En el tercer viaje lo denominan “el último” y él siente que aquella tentación es como ir al último rincón del mundo, y en el cuarto viaje le llaman “el santo”, sobrenombre que luego acaban atribuyéndole a él.

Pero ¿cuál es la causa del desasosiego de Hervé? Son unos ojos, sencillamente unos ojos que no son orientales, lo raro dentro de lo raro que ya era Japón, pero que eran los ojos de alguien de su entorno occidental pero alejado, lo oculto tras una tela, el dominio de otro, lo que nunca en su vida vio tan cerca precisamente por estar tan lejos, algo, en fin, que le desquicia porque él, nos dice el autor, “no había vivido” y eso tal vez al final le pase factura. Esa mirada va a ser para él promesa de muchas cosas, de tantas, como para hacerla una mirada inolvidable. “Morir de nostalgia por algo que no vivirás jamás”, le dice su amigo. Morir por el simple deseo de algo que no podrá comprobar si para él es bueno o malo. Pero precisamente por eso, por no poder comprobar ni materializar nada, ese deseo idealizado permanecerá en él para siempre. 

Él guarda silencio, su mujer también vive en silencio y en ese silencio se aman, ellos que solamente rompen esa ausencia de vida cuando el autor los manda de vacaciones a algún balneario. La mujer, por tanto, también parece vivir a la japonesa, mientras Baricco sigue jugando con nosotros y lo hace muy bien, y justificadamente, para poder decirnos todo lo que nos quiere decir.

Un día “ella”, la amada sólo ojos y promesa, deja en sus manos una frase de tres palabras: “Regresad o moriré”. Eso le traduce a su regreso Madame Blanche, que aunque le advierte que eso que dice no pasará, la mezcla de mirada y frase lo confunden a pesar de que quien la escribe es una occidental de la que no sabemos cómo ni por qué esta en las manos del famoso Hara Kei. Ya en otro viaje, Hervé, vencida su voluntad de llevar una vida apacible, se arriesga a devolver la nota a la joven. Luego ella lo visita acompañado de una sirvienta y se marcha dejando que se produzca un delicioso encuentro entre la criada y él. Este es uno de los momentos más interesantes de la narración al hacer el autor la siguiente afirmación: “en la oscuridad no importaba amar a aquella joven y no a ella”. Y a partir de esa frase nos podemos hacer otra pregunta: lo que verdaderamente enamora en las relaciones personales ¿es el erotismo “per sé” o tal vez el erotismo anticipado? Tal vez el erotismo sembrado de imaginación, porque a veces el amor tiene mucho de eso. Esto le dice el tío al sobrino en El pasillo de mi casa de Cuenca. Pero ahora volvemos a preguntarnos: ¿es que cualquier persona puede suministrarnos ese erotismo?

Un día en un balneario, al ver a los veraneantes tan felices, Hervé le dice a uno de ellos: “todos damos asco”, y ahí está renegando de su cómoda vida. Luego hace un último viaje dispuesto llegar hasta el fin del mundo y vivir la fantasía que llena su mente, pero allí se encuentra con la destrucción y la guerra, y también con Hara Kei que le dice que no vuelva jamás. 

De regreso a su país recibe una carta escrita en japonés que parece venir de  Ostende. La carta es un relato erótico cuya lectura hipnotiza, diciendo lo que la mujer japonesa le diría y que parece haber escrito a modo de despedida. De nuevo el autor ha jugado con nosotros al hacer confluir Oriente y Occidente en esta preciosa historia.

No nos veremos más, señor. Lo que era para nosotros, lo hemos hecho, y vos lo sabéis”.

La carta contiene un relato erótico de lo más sutil, es el relato de una ensoñación que no va a cumplirse, con la belleza añadida de unas manos que acarician con la incertidumbre material de la seda, como el delicado regalo de un beso que no se sabe donde se pondrá. Pero ¿qué más cosas hay en esa carta? ¿Es tal vez la promesa de un amor o es el relato de un verdadero recuerdo? Al final nos enteramos de que la carta la escribió su mujer para evitar que él volviese a Japón con ella, porque tal como le dice Madame Blanche, la celestina del anillo de flores, “ella hubiera querido, más que nada en el mundo, ser aquella mujer”. Baldabiou se lo había contado todo y Hervé no vuelve a marcharse. Seguirá viviendo con su mujer y ya es un hombre sin necesidad de fantasías.

Cuando su mujer muere él vuelve al lago, ahora ya su mar sereno, lo mira, y le parece ver el inexplicable espectáculo leve que había sido su vida. Leve como la seda.

Sobre la tumba de su mujer “Hélas”, ¡Ay de mí.

El Amor, definitivamente.


María José Martínez

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