viernes, 1 de agosto de 2014

James Joyce. 4-Julio-2014. Los muertos. Ponencia de Gustavo Dessal en el Ciclo de Enseñanza Lengüajes III* celebrado en la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis de Madrid

Quiero agradecer a Sergio Larriera esta invitación para participar en el curso Lengüajes*, que habría que situar entre la imprudencia y la osadía, porque, realmente yo no soy un especialista en la obra de Joyce. Mi presencia aquí tiene algo de iconoclasia, porque aunque reconozco su grandeza como escritor, he de decir que Joyce no constituye un autor que me resulte especialmente atractivos. Sus cuentos me gustan y me conmueven más, pero el resto de su obra no demasiado. La considero interesante desde el punto de vista del psicoanálisis y gracias al estudio que Lacan hizo de la misma. Aún reconociendo todas las cualidades que se pueden enumerar respecto de el Ulises y Finnegans Wake, o de el Retrato del artista adolescente -que no pertenece a la misma categoría que las dos primeras- no son obras que toquen mi corazón, por decirlo de una forma que todos podamos entender. Y eso es, para mí, una condición imprescindible e indispensable como lector. Me resulta muy difícil leer una literatura que no me llegue al corazón. Insisto, es una cuestión estrictamente de gusto, y de ningún modo dejo de reconocer la altísima calidad literaria de nuestro autor.
No obstante, me gustaría decir algo que fundamente mi opinión. Hay una cosa que siempre me ha resultado notable, y para la cual no tengo una explicación. Joyce es mucho más que un escritor, es un fenómeno. Así como Lacan escribió un seminario que se llamó Joyce, el Sinthome, podríamos imaginar un libro, un trabajo de investigación que se llamase El fenómeno Joyce. ¿Porque lo nombro así? Porque Joyce, además de ser una literato, es una figura acompañada por un extraordinario e incomparable movimiento alrededor de su obra. No conozco aunque tal vez exista, simplemente no lo sé— un escritor que haya generado un fenómeno de masas tan curioso, clubs de seguidores, clubs de fans, etc., etc. Sabemos que el Bloomsday se convirtió en una fiesta nacional en Irlanda, y que convoca a gran cantidad de gente. Sinceramente, es algo que no acabo de comprender, por eso traigo hoy esta cuestión como un interrogante.

¿Por qué se ha generado ese fenómeno alrededor de una obra? ¿Hasta qué punto esas masas  han leído verdaderamente la obra de Joyce, por lo menos todas sus páginas? ¿Qué es exactamente lo que han comprendido o no han comprendido de la obra de Joyce?

Es algo que solamente lo puedo entender a partir de aquello que Lacan ha señalado sobre Joyce. Quiero decir que cuando Joyce afirmó que dejaría un legado que requeriría tres siglos de universitarios para descifrarlo, no estoy seguro que alcanzara a vislumbrar que alrededor de su obra se generaría un fenómeno de masas semejante, y que Dublín acabara siendo un lugar de peregrinación. Lo cierto es que hay algo asombroso en su literatura. Porque efectivamente, los tres siglos de universitarios dedicados a descifrar la obra es una profecía que tiene todos los visos de cumplirse, incluso podrían ser más. Realmente, ha logrado inventar, a partir de su literatura, y en el campo de lo que se llamó el fenómeno joyceano, un Otro inédito que está más allá de las lenguas, más allá de Irlanda, un Otro que participa de cierto misterio universal. En efecto, ante este fenómeno se dan cita gente de todas partes del mundo, con características, orientaciones y escuelas distintas pero amalgamadas por la adoración, no sólo de la literatura, sino también de la figura de James Joyce y sus seres cercanos.

Joyce es un símbolo, aunque no sabría muy bien de qué. Yo digo que es una literatura que no toca mi corazón. Pero claro, a la vista está que es capaz de tocar el corazón de cientos de miles personas. Lo cual abre en mí la pregunta sobre qué es lo que a esas personas tanto conmueve, al punto de ser capaces de trasladarse desde un extremo del mundo al otro para celebrar el Bloomsday y leer, en una celebración casi mística o religiosa, como se lee la Biblia, el Vía Crucis de Bloom.

Antes de entrar en el análisis de Los muertos, hay otra cuestión que también me resulta muy interesante. Es la idea de que Joyce ha sido capaz de crear una literatura que produjo el estallido del sentido. No sólo lo dice Lacan. Él explota lo que ya ha sido dicho y estudiado por expertos literarios, a los fines de promover una perspectiva clínica completamente nueva. Y diría, no solamente nueva, sino también altamente premonitoria. ¿Por qué premonitoria? Porque Lacan auguró una era donde el paradigma para entender al sujeto ya no es más  la neurosis,  sino la psicosis. Lacan captó muy bien que en Joyce habla, no sólo el fenómeno clínico singular, sino la psicosis universal del hombre.

Por tanto, y con la excepción de Kafka, Cervantes y Shakespeare, hay pocos autores sobre los que se haya hablado y escrito tanto como sobre Joyce. Lo interesante de este último es que produce una literatura que hace estallar el sentido, pero al mismo tiempo fabrica un Otro que intenta restituir el sentido perdido de forma exponencial e hiperbólica. La cantidad de interpretaciones que cada una de sus páginas, de sus obras, de sus palabras, de sus significantes, de sus comas, de sus puntos, ha logrado generar, es infinita. No alcanzarían varias vidas de un ser humano para leer el inacabable número de interpretaciones que hay dispersas por el planeta. Interpretaciones para todos los gustos posibles. Esto si tomamos los cuentos, pero ya no hablemos del Ulises. Por ejemplo, ¿cuántas interpretaciones podemos encontrar sobre el significado de la nieve que cae en Los muertos?  Como poco, en un mínimo rastreo encontraremos centenares. Centenares de intentos por significar unas líneas de un cuento,  lo cual demuestra que el sentido es indestructible. Cuanto más se lo trata de eliminar, más surgirán aquellos que por todos los medios buscarán su salvación.

El sentido se puede poner en suspenso de una forma fugaz, aunque la literatura de Joyce no es fugaz. Pero no se puede suspender de manera definitiva, es absolutamente imposible, porque una literatura sin lector no se puede realizar. La literatura realiza su circuito en la medida en que encuentra un lector, y el lector viene a restaurar, cada uno a su manera, el sentido. Por que Joyce haya hecho recurrido el significante a picadillo, como se expresa Lacan, el lector juntará los trocitos, los pegará, los cocinará, en definitiva, servirá un banquete interminable con todo lo que se ha pensado a propósito de Joyce.

La pregunta que se me abre es la siguiente: ¿Cuál es la peculiaridad que tiene la literatura de Joyce? Creo que, al igual que sucede con aquello que  llamamos arte moderno, necesita de un cierto metalenguaje para sostenerse. Insisto, este planteamiento es muy osado por mi parte, pero del mismo modo que en el arte contemporáneo uno puede mirar un cuadro y decir me gusta o no me gusta, y decirlo de forma puramente espontánea e intuitiva, sin embargo se necesita de todo un discurso para apoyar la apreciación de una obra, de lo contrario es verdaderamente difícil entrar en ella. Se requiere una educación del gusto, que no siempre fue indispensable. Y en relación a la obra de Joyce, sobre todo a partir del Ulises, me parece que sin un soporte metalingüístico y hermenéutico importante, es difícil que eso se sostenga por sí mismo. No obstante, Joyce tiene el mérito de que su sinsentido hace hablar, y no cualquier sinsentido lo consigue. Porque eso lo intentaron muchos, pero quien lo consiguió como nadie fue James Joyce.

Hay otra literatura que se sostiene por sí misma, sin necesidad de un metalenguaje. Lo mismo puede ocurrir con ciertas formas musicales. Por ejemplo, los obreros que escuchaban desde la calle los ensayos de Verdi lloraban de emoción, y no necesitaban que nadie les explicara nada. A partir de Schönberg o de John Cage, hay que educar el gusto de la gente para que logre apreciar esas obras. Antes no era indispensable esa educación del gusto para que una obra encontrase el reconocimiento universal.

Después tenemos a Lacan y su lectura genial de James Joyce. Pero hoy voy a ser iconoclasta con todo, incluso con Lacan. Y es que me ha divertido mucho hacer un descubrimiento. No entiendo por qué Lacan tiene tantas dudas acerca de si Joyce era psicótico o no lo era. Joyce estaba rematadamente loco y, además, su literatura fue un éxito parcial en tanto sinthome, en el sentido de permitirle un cierto anudamiento. No logró estabilizarse de una manera tan exitosa como ha ocurrido en otros casos. Joyce murió joven, y una buena parte de su enfermedad física es indisociable al deterioro provocado por su psicosis, aunque esto no se pueda afirmar con rotundidad. Podríamos preguntarnos: ¿Joyce escribe así porque es psicótico, o escribir así le permite que su psicosis no se desencadene?  Es la pregunta que corroe a Lacan todo el tiempo.

Son las dudas que tenemos. Al respecto, hay una cosa interesante. Y es que Lacan toma un elemento muy curioso para afirmar que Joyce es un psicótico. Conocen la famosa historia de la paliza relatada en Retrato del artista adolescente, un libro totalmente autobiográfico, al igual que el resto de la obra de Joyce. No hay un solo personaje, párrafo, palabra, idea, lugar, imaginación, donde no esté Joyce mismo retratado. Por supuesto, ustedes me dirán (y yo soy el primero en sostenerlo), que toda literatura es autobiográfica. Pero no toda la literatura es autobiográfica de la misma manera en que lo es la de Joyce. Hay una particularidad en el fenómeno Joyce. No todos los autores son tan manifiestamente autobiográficos como Joyce, al punto de que sus biógrafos son capaces de reconocerlo en cada rincón de sus escritos. Podríamos decir que toda su obra merecería el título general de Retrato de un artista, incluso más simplemente: Autoretrato.

Decía que en Retrato del artista adolescente Joyce cuenta que, siendo un niño, recibe una paliza por parte de sus compañeros de colegio. Lacan hace notar la forma tan peculiar y ostensible de desubjetivación que Joyce experimenta en ese momento respecto del dolor corporal. El cuerpo se disocia de tal modo que no llega a experimentar dolor, y por lo tanto ni se defiende, como si el sujeto se hubiese separado por completo de su cuerpo. Y Lacan, que es muy fino, dice que esa relación al cuerpo es una señal inequívoca de la psicosis. Ahora bien, si uno va al texto de Joyce, verá que  no dice eso. Por el contrario, ¡dice que la paliza le dolió un montón, y que lloró sin parar!, pero que años después, al recordar el suceso, tuvo la impresión de percibir una distancia absoluta con ese recuerdo. Lo interesante es que el desprendimiento lo experimenta en el recuerdo, no en el momento de la paliza. Es otro ejemplo de cómo todo en Joyce es interpretable.

Voy a entrar ya en el cuento Los muertos, el último de Dublineses. Es un texto verdaderamente precioso. Creo que la mayoría de los críticos coinciden en que no sólo es el mejor cuento que ha escrito Joyce, sino uno de los mejores cuentos que se hayan escrito jamás. Todos los cuentos de Dublineses se escribieron fuera de Irlanda, la mayoría en Trieste. Y Los muertos también fue escrito en ese exilio. Es evidente que Joyce mantenía una relación de extimidad con su tierra natal, le fue necesario establecer un alejamiento, incluso geográfico, para poder tener una perspectiva de su ciudad y de su existencia. Escribió, según dicen, como nadie, sobre una tierra con la cual tenía una relación muy ambigua, relación que está perfectamente reflejada en todos sus cuentos, en particular en este último. Y así como hay muchas vías de hermenéutica en torno a Joyce, la vía histórica es una de las favoritas entre los irlandeses. En los anglosajones, especialmente los irlandeses, hay todo un gusto por interpretar la obra de Joyce desde la perspectiva de lo que  representa para la historia de Irlanda.

En el cuento sobre el que vamos a reflexionar, encontramos diversas alusiones a la cuestión de la muerte. Éstas comienzan en el propio título, Los muertos, The Dead. Es curioso, porque estamos ante una palabra que como sustantivo sólo se puede utilizar en plural. Dead es un adjetivo que significa muerto. Como sustantivo solo se emplea en plural. Para decir un muerto, en singular, hay que añadir un sustantivo, un hombre muerto (a dead man), una mujer muerta (a dead woman), un niño muerto (a dead child). No se puede decir en inglés como decimos en castellano:me encontré un muerto tirado en la calle, sino que habría que especificar un hombre muerto, una mujer muerta, etc. Pero si uno dice the dead, se entiende que se refiere solamente al plural: los muertos.

Como decía, las alusiones a la muerte son permanentes. De entrada, encontramos una al pasar. Es cuando a Gabriel Conroy le preguntan dónde está su mujer, y responde que está un poco retrasada porque ha demorado tres mortales horas en vestirse. Pero les voy a indicar otra que puede ser que no la hayan pillado. Es muy interesante. Se refiere a una expresión que ya está en desuso en la lengua inglesa, que hoy prácticamente nadie utiliza, pero tiene una gran importancia en el cuento. Cuando la fiesta está finalizando, hay un momento donde Gabriel quiere relatar una historia de su abuelo con un caballo. Cuenta que su abuelo tenía un caballo que utilizaba para hacer girar la piedra del molino. Un día, no se sabe por qué, al viejo se le ocurre coger el caballo, ponerle los arneses, engancharle una calesa, y salir a dar un paseo. Llegan a la estatua de uno de los próceres ingleses, y el caballo, cuando ve la estatua, se dirige hacia ella y se pone a girar  alrededor, lo mismo que hacía en el molino.

Esta imagen tiene gran importancia, aunque no me voy a referir a ella en toda su profundidad. Los personajes que escuchan la historia de boca Gabriel lo interrumpen y no lo dejan acabar,  de manera que la anécdota queda inconclusa. Se supone que algo va a pasar, pero no lo sabemos, aunque lo podemos suponer. Él dice que el abuelo era un glue boiler. Glue es pegamento, y boiler viene del verbo hervir, boil. De tal manera que boiler significa caldera, hervidor, pero también la persona que se dedica a hacer hervir algo. Entonces, Gabriel Conroy cuenta esta historia y le interrumpen las tías: No, no, eso no es cierto, lo que hacía era almidón. Él quiere continuar, pero ya nadie lo escucha.

¿Qué es esto? Antiguamente, cuando los caballos se volvían viejos, se los utilizaba para fabricar pegamento. Y la fábrica de pegamento, Glue Factory, se encargaba de recibir caballos viejos a los que se sacrificaba y, bajo un procedimiento de hervor y cocción, se fabricaba pegamento. Esto dio origen a una expresión muy común en la lengua inglesa, expresión que las generaciones actuales prácticamente desconocen. Y es que cuando una persona se hacía mayor solía decir: I must go to the glue factory, literalmentetengo que ir a la fábrica de pegamento, pero que se empleaba como una metáfora para expresar el sentimiento de estar ya muy viejo.

Como les decía, esta anécdota del abuelo de Gabriel y su caballo tiene suma importancia. Su inclusión en el cuento no es gratuita. Voy a tomar algo que tanto Sergio Larriera como Jorge Alemán han citado en ocasiones de Heidegger. Éste pensaba que la angustia es el sentimiento que nos embarga cuando dejamos de estar distraídos con las cosas. Y las cosas del mundo sirven justamente para distraernos y dejar de ver. Sin duda, la sociedad de consumo está basada en eso. A una persona le puede entrar un ataque de angustia porque se le ha estropeado, olvidado o perdido su teléfono móvil. Puede convertirse en una tragedia. Por supuesto, no hay que despreciar esta función de las cosas del mundo, porque la vida es soportable a condición de que uno no vea todo.

El cuento Los muertos empieza con las cosas del mundo. Una familia, las tres hermanas que se reúnen para celebrar la Navidad, cenar, bailar, cantar, conversar, reír, beber, trinchar un pavo, pronunciar discursos, aplaudir. El relato es verdaderamente magistral a la hora de recrear todo esto. En unas veinticinco páginas parece que no sucede nada, sin embargo, pasa de todo. Aquí se necesita un gran trabajo de interpretación, puesto que el banquete, la comida, etc., todos esos elementos y detalles se podrían considerar como una especie de rumor de fondo, recreado a través de esa pluma magistral, esa descripción increíble. Un gran rumor que rodea toda esa escena y que fluye. Y aunque el relato está perfectamente amparado por el marco del sentido, sin embargo hay allí, en forma incipiente, una especie de adelanto de lo que sucederá cuando la literatura de Joyce se fragüe con palabras que se salen de sus órbitas y se conviertan en cometas que estallan en el firmamento. Aquí las palabras son mordaces, elegantes, chispeantes y también, a menudo, banales. Una banalidad construida ex profeso por parte de Joyce, para hacernos creer que va a pasar algo, que estamos siendo conducidos a algún lugar. Realmente, nos va trazando un señuelo, una especie de espejismo, de tal manera que no acabamos de ver. Pero sentimos que va a pasar algo, mejor aún, deseamos que en ese fondo de sinsentido comience a pasar algo.

Es una estratagema extraordinaria por parte de Joyce, nos tiende una trampa, inunda la escena de personajes, situaciones, diálogos fragmentarios, detalles en apariencia intrascendentes o meramente pintorescos. A mí me recuerda eso que Freud denominaba las personas interpuestasen el sueño, desdoblamientos del yo del soñante que están al servicio de la censura del sueño, es decir, de la represión. Sueños en los que se muestra mucho para ocultar algo. Lo mismo ocurre en el caso de Joyce, que emplea una técnica de escritura metonímica asombrosa, capaz de crear un verdadero realismo sensitivo. Uno huele el pavo, las frutas, escucha el sonido de la campanadas, la música, los aplausos, el roce de las telas, el perfume de las damas. Joyce nos muestra así el brillo de las cosas, la luminosidad de lo visible que nos vuelve ciegos, de tal manera que sólo empezamos a ver algo de verdad cuando las luces del mundo se atenúan. Por lo tanto, todo ese realismo sirve para conducirnos a la escena fundamental.

Entretanto debo señalar una cuestión. Cuando digo que no pasa nada, eso es solo una apariencia, porque por supuesto pasa de todo. De una manera muy sutil, pero muy impresionante, Joyce le hace atravesar a Gabriel Conroy tres momentos. De ellos, el último que es el que más nos interesa. Pero hay dos momentos previos que tienen una gran importancia. Se producen tres encuentros cruciales con mujeres, encuentros que tienen una singularidad. Las tres mujeres, evidentemente, representan tres aspectos distintos de lo femenino. Esto por una parte. Por otro lado, tenemos lo que Gabriel experimenta en esos tres encuentros. En realidad, estamos ante un crescendo para el cual Joyce necesitó mucho tiempo de escritura. No le ocurrió como a Kafka, que redactó La condena en una noche.

El primer encuentro es cuando llega a la casa y Lily, una especie de criada e hija de los guardeses de la casa, recibe al matrimonio Conroy y Gretta con mucha alegría. Gabriel le pregunta cómo le va la vidam y si ya está a punto de casarse. Lily le viene a decir que los hombres son pura palabrería, y que, finalmente, una no saca nada de ellos. Es una situación embarazosa, en la que Gabriel se queda muy cortado, y resuelve la situación de una manera extraordinariamente torpe, dándole una propina a Lily, a quien conoce de toda la vida, con el argumento de que estamos en época de Navidad. Ella lo rechaza, pero él insiste ante la incomodidad de no saber cómo salir de la situación.

El segundo encuentro es con Miss Molly Ivors, la mujer que le dice que ha descubierto el secreto de quién es el que firma con las letras G. C. Molly le reprocha a Gabriel que escribe en el periódico del amo opresor. Conroy, entonces, se siente nuevamente en una situación embarazosa. Miss Ivors es una mujer a la que está unido en amistad desde la infancia. Hay una gran incomodidad, porque  ella es muy ambigua en su discurso. Al principio parece que lo dice en serio, después parece que le está tomando el pelo, de manera que él no sabe a qué atenerse. Pero la cuestión es que consigue producirle, no vamos a decir angustia, pero sí una sensación de embarazo. Sale del embrollo de la misma manera que lo hace con Lily, a través de una especie de pasaje al acto: le dice a Molly que Irlanda es un país es espantoso y despreciable. Él mismo se queda estupefacto después de semejante barbaridad, puesto que no es lo que realmente siente.

Y, por supuesto, en este crescendo, tenemos el tercer encuentro: el que se produce con su propia mujer. Es el encuentro en la escalera. Él estaba en la parte oscura del recibidor mirando hacia lo alto de la escalera. Una mujer estaba de pie en la parte superior del primer tramo, también en la sombra. Fíjense en la dialéctica entre el brillo y la penumbra, que aparece en muchos momentos. Por ejemplo, hay un momento en el que habla del brillo del suelo que ha sido encerado especialmente para el baile, un brillo tan intenso que irrita los ojos de Gabriel. Todo el tiempo aparece este contraste entre lo luminoso y lo sombrío que, finalmente, se juega con toda intensidad a partir de la escena de la escalera.

Retomo la escena. Una mujer estaba de pie en la parte superior del primer tramo, envuelta en la penumbra. Gabriel no podía ver su rostro, pero podía ver las franjas de color terracota y salmón de su falda, que con la escasa luz se percibían negras y blancas. Era su esposa. Aquí es donde el lector piensa:  Está empezando a ocurrir algo. Todo lo anterior era un camino que se había fabricado para llegar a esta escalera, a este momento, que tiene algo del orden de la epifanía, porque está descrito por el narrador, que no es Gabriel, como algo que se aproxima a lo alucinatorio, a la revelación. Era su esposa. Había estado todo el tiempo con ella, y de repente la vio. Primera suposición: es necesario que la luz se amortigüe para que empecemos a darnos cuenta de otra cosa.

La segunda señal viene cuando entran a la habitación del hotel. Recuerden que Gabriel es presa de una intensísima excitación sexual, como nunca había experimentado, excitación que claramente proviene de eso que se le ha revelado. Gabriel se pregunta qué quiere decir que una mujer mire de ese modo, en ese lugar de la escalera. Es decir, se pregunta qué está viendo, qué está mirando. Evidentemente, lo que está causando esa tremenda excitación no es simplemente la visión de su mujer mirando algo, sino el hecho de que él no pueda saber lo que ella ve. Esos serían los dos elementos, la visión de ella mirando algo que escapa al alcance de la mirada de Gabriel, lo cual despierta en él un deseo inédito, que se traduce en una excitación sexual de gran intensidad. Un deseo, además, que se debate en su interior, y que él no sabe siquiera cómo abordar.

En el momento en que van a entrar en la habitación, el conserje dice que hay un fallo en el suministro de la luz, y que sólo dispone de una vela para ofrecerles. Pero Gabriel no quiere la vela, prefiere la habitación en penumbra, con la escasa luz que entra por la ventana. Entonces, todo lo anterior, la cena, el baile, las conversaciones, la despedida, la comida, todos los personajes, no han sido más que un acto de prestidigitación literaria para llevarnos a lo único que importa en el cuento: él y ella en esas cuatro o cinco páginas finales. Él no sabía quién era esa mujer después de un montón de años de vivir con ella. De pronto la descubre, la observa viendo algo que él no alcanza a ver, y se desencadena un deseo que lo desborda. Pero si el deseo de él ha quedado cautivo del deseo de ella, el de Gretta está, a su vez, atrapado en una especie de más allá que la música le ha evocado. Gabriel es lo suficientemente sensible como para comprender que algo está pasando, que algo se insinúa más allá de la intimidad de sus cuerpos. Un signo que señala hacia otra parte. Esa otra parte que, paradójicamente, sólo la penumbra pudo dejar aparecer. Y ahí es donde él pregunta, y ella contesta algo que nunca jamás le había contado.

Aquí se abren para mí un montón de preguntas y de interrogantes. Lamento confesar que a partir de esta parte, la más importante, tengo preguntas sin respuestas. Al final Gabriel dice que toda su alma se desmaya. Es una frase hermosa, porque, además, utiliza un verbo muy antiguo y en desuso, muy poético. Su alma se desmaya, es decir, toda su existencia se disuelve a partir del momento en que comprende lo que ha sido, o mejor, lo que no ha sido para su mujer en todos estos años. En un momento dice:

Uno a uno nos vamos convirtiendo en sombras. Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión, que marchitarse consumido funestamente por la vida. Pensó cómo la mujer que descansaba a su lado había evocado en su corazón, durante años, la imagen de los ojos de su amante el día que él le dijo que no quería seguir viviendo

Mi pregunta es la siguiente: ¿Quiénes son los muertos? ¿Son los que han muerto? Porque curiosamente, en el deseo de Gretta, Michael Fury está totalmente vivo. El que ha muerto, está vivo en el deseo de ella. ¿Qué quiere decir Fury cuando le plantea que no quiere vivir? ¿Quiere decir que quería morir, o bien quiere decir que no quería vivir una vida muerta? En efecto, no quería ser como el caballito que daba vueltas y vueltas y vueltas alrededor del molino. No quería vivir una vida muerta, es decir, una vida que no suponga el arrojo de saltar por encima de los límites del principio del placer, que son los límites en los que transcurre toda esa primera escena, ese maravilloso recorte de lo que podríamos llamar el confort del principio del placer. Todos los años las hermanas dan ese baile, están pendientes de todos los detalles, todo transcurre armoniosamente, todo ha sido perfectamente planificado. Sólo hay un pequeño peligro, que el borrachín pueda estropearlo todo, pero rápidamente hay un grupo de expertos en contención que intervienen para que todo acabe bien. Y el borrachín, además, es bastante inofensivo, después de todo.

Vemos el momento en el que Gabriel se da cuenta de que no tiene absolutamente nada que hacer, que ni siquiera puede rivalizar con Michael Fury. Porque le hubiera encantado que Gretta hubiese presentado la historia de tal modo que el muchacho apareciese como un rival para él. Pero no hay rival posible, no hay disputa posible. Se ha tenido que rendir de inmediato, no hay siquiera un primer asalto, no tiene margen de comparación. Entre él, que es el buen hombre, al servicio de todo lo que se espera de él, y Michael Fury, que puso en juego su vida, no hay color.

Podemos observar retroactivamente cómo aquel largo preámbulo del relato que no parecía  servir para gran cosa, ahora descubre sus secretos y extraordinarios detalles. Cuando una de las tías dice que ya están todos en la mesa y el pavo dispuesto, entonces Gabriel, que se había distraído, se presenta perfectamente dispuesto para trinchar una bandada de pavos. Es un personaje complaciente, servicial, que procura acomodar su imagen al ideal que se espera de él. Su vida se ha guiado por algo muy distinto a la de Fury. Por eso Conroy tiene un pensamiento terrible cuando yace al lado de su mujer, la cual había mantenido viva en su corazón, durante tantos años, la imagen de su amante diciéndole que no quería vivir. Es el momento en que al propio Gabriel se le empiezan a llenar los ojos de lágrimas:

Él nunca había sentido una cosa semejante por una mujer.

Tiene que reconocer que esa pasión que había llevado a la muerte a Michael Fury, él nunca la había sentido por una mujer, ni la sentirá. Joyce añade que su alma se derrite porque la vida no le dará una oportunidad de redención, de poder sentir alguna vez cosa semejante. Entonces dice:

Supo que ese sentimiento tenía que ser el amor.

Aquí aparecen muchas dudas en los especialistas, acerca de lo que pasará después con este matrimonio. Están los optimistas, que plantean que esto tiene arreglo, y están los que dicen que todo se ha acabado. No quieren decir que no sigan su vida juntos, pero hay algo que se terminó definitivamente. Yo soy de los pesimistas, porque creo que Gabriel reconoce la derrota absoluta, cuando piensa:

Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión  que marchitarse consumido funestamente por la vida

Pero no vamos a poner todo el peso sobre el pobre Gabriel. También tenemos a Gretta. Porque en una primera lectura, ella aparece maravillosa y sublime. Pero también tiene lo suyo. Yo sugiero una lectura de este cuento en paralelo con Lo perecedero de Sigmund Freud. Porque hay un momento muy impresionante donde Gabriel mira a Gretta después de la confesión y del ataque de llanto. Cuando ella se queda dormida la mira y ve su hermosura, pero piensa que la hermosura que ha visto Michael Fury, él no la ha visto nunca. Dice que no se atrevería, ni frente a sí mismo, a reconocer que ella ya no es tan hermosa como debió serlo cuando Michael la conoció. Pero, evidentemente, lo está pensando. Porque esa belleza ya no está, es perecedera.

Esta cuestión de lo perecedero me parece muy importante, puesto que hay algo más que querría señalar. No puedo decir mucho sobre esto, porque no hay un desarrollo en el cuento. Todo el peso narrativo está puesto en Gabriel. Los estudiosos coinciden en que Gabriel es Joyce y Gretta es Nora Bernacle. Y todo el acento está puesto en el personaje masculino. Pero respecto a ella, ¿por qué no ha caducado, por qué no se ha desvanecido en su deseo la imagen de Michael Fury? Ella dice que salían como se hace en el campo, para dar a entender que no ocurrió nada, en el sentido sexual. Si acaso hubiese pasado algo, paradójicamente, habría sido un alivio para Gabriel, porque entonces habría podido rivalizar. Si Michael  hubiese sido realmente un amante, Gabriel habría podido lucharcontra un rival a su altura. Pero no llegó a serlo, sino que llegó a ser un amado, no un amante, en el sentido que Gretta da a entender que no hubo nada de lo sexual. Era una cosa muy pura. Este personaje quedó fijado para siempre, porque, finalmente, es el objeto adorado, intemporal, eternizado en el deseo de ella. Frente a eso, Gabriel no tiene más remedio que asumir su castración más radical.

Acabo entonces con una última pregunta. Nosotros, como psicoanalistas, sabemos que la función del amante muerto tiene, en la psicología femenina, toda una simbología y una función. Ahí está el genio de Joyce. Me pregunto si él habría captado algo acerca de esta cuestión. 


Muchas gracias. 

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