sábado, 9 de enero de 2016

Tertulia 66. El Caballero inexistente, de Italo Calvino, Comentario de Miguel Alonso

“El caballerazgo de Selimpia Citerior estaba vacante en ese momento”

Leí esta novela de Calvino hace aproximadamente veinte años, y recuerdo perfectamente el entusiasmo que me produjo. Ese entusiasmo quedó registrado en unas notas que había escrito, cuidadosamente, en las hojas de un cuaderno. Por supuesto, una vez realizada esta segunda lectura, la curiosidad me llevó a volver sobre aquellas anotaciones. Tengo que decir que, si bien la nueva lectura me dio ocasión de renovar aquél entusiasmo, comprobé, en cambio, que las notas que había escrito dejaron de representarme. Aquellos significantes, al igual que le ocurrió al significante “Caballerazgo de Selimpia Citerior” antes de que se encontrara con Agilulfo, simplemente, quedaron vacantes, vacíos, dejaron de ejercer su función de representarme como lector y como sujeto. Aquel lector, no voy a decir que haya desaparecido o se haya disuelto, como le ocurrió a Agilulfo en el bosque por el que transitaba al encuentro con la verdad, digamos que ese lector y ese sujeto, ahora, es representado por otros significantes diferentes que, a fin de cuentas, tienen la misma función que los antiguos, a saber, paliar mi insustancialidad, así como el “Caballerazgo...” paliaba la de Agilulfo.      

Cuento esta pequeña historia de mis circunstancias como lector, y la cuento de esta manera, porque la simpática alegoría de Calvino que hoy nos ocupa me conduce a un momento estructural, ese momento donde el cuerpo humano se encuentra con el lenguaje para constituir a Agilulfo como sujeto y mortificarlo en una duda permanente.

Una pregunta atraviesa toda mi lectura acerca de El caballero inexistente: ¿Quién fue Agilulfo? La respuesta que encuentro es que Agilulfo fue un desamparado cualquiera, marcado con un nombre propio, también como cualquiera, e imperiosamente arrojado a la búsqueda del lenguaje, o lo que es lo mismo, a la búsqueda de un significante que lo representase frente al mundo. Y, al contrario que su contrapunto, el escudero Gurdulú, fue de los afortunados, encontró el lenguaje. El significante “Caballerazgo de Selimpia Citerior”, que estaba vacante –como lo están, en principio, todos los significantes— cumple la función de esa representación para Agilulfo. Podemos decir entonces que, al menos en un primer momento, “Caballerazgo de Selimpia Citerior” se propone como representante de Agilulfo.

¿Dónde se introduce Agilulfo al posicionarse bajo la égida de ese significante? En un escenario idéntico al de cualquier ser humano que entra en el lenguaje. Va fabricando una leyenda, una historia, representado y determinado, de forma clara, por ese significante, a partir de lo cual se convierte en guardián de la verdad, en supervisor del orden, o es visto como un ideal de referencia para el otro, o es objeto de deseo amoroso, etc. Pero hay algo muy importante que la novela de Calvino pone en juego, someterse al lenguaje implica dejar de ser sustancial, dejar de ser un cuerpo orgánico y convertirse, literalmente, en un monumento andante. Así pasa Agilulfo a constituirse en una imagen insustancial que, sin embargo, le otorga una identidad y una totalidad: la armadura.

Vayamos siguiendo los pasos. Desde el lugar de Agilulfo, la novela es concebida por Calvino como un viaje hacia la verdad, una verdad que daría cuenta del auténtico ser de Agilulfo: 

Mi nombre está al término de mi viaje” (P. 87)     

Es un viaje atravesado por una paradoja, la del ser de Agilulfo. El significante lo determina de tal manera que, a partir de “Caballerazgo de Selimpia Citerior”, puede decir antes que nada: “yo soy”. Primera y única certeza contundente que el caballero da como contestación a Carlomagno cuando pasa revista a sus tropas. Pero es un ser que se revela, en ese mismo momento, no siendo, pues ante la obstinación de Carlomagno Agilulfo responde: “Yo no existo”. Y toda la aventura literaria del caballero está atravesada por esa paradoja, por esa veta hamletiana que no hace, sino, mostrar algo bastante común, los padecimientos de la verdad a través del pensamiento, es decir, la duda de un obsesivo como Agilulfo: ¿Existo o no existo? ¿Estoy vivo o estoy muerto? ¿Soy o no soy?

Calvino ofrece algunas claves en el contrapunto que establece entre Agilulfo y su escudero Gurdulú. La pone en boca de Carlomagno:

Este súbdito que existe pero que no sabe que existe y este paladín mío que sabe que existe y en cambio no existe” (31)

Pero es un contrapunto que hace referencia tanto al cuerpo como al ser atravesado por el lenguaje. Dice del escudero de Agilulfo respecto al cuerpo, resaltando su naturalidad orgánica:

Corpachón carnoso que parecía revolcarse en medio de las cosas existentes” (33)    

Respecto al lenguaje resalta su no adscripción:

Se diría que los nombres le corren por encima sin conseguir nunca engancharle” (31)

Y respecto a la existencia:

quizá no pueda llamársele loco: es sólo uno que existe pero que no sabe que existe” (31)  

Estas referencias nos sitúan directamente en la cuestión del cuerpo, obviamente, fundamental para el caballero Agilulfo y para el lector. Podríamos sintetizar la cosa diciendo que Gurdulú “es” un cuerpo, pero “no tiene” cuerpo. Por el contrario, Agilulfo “tiene” un cuerpo, pero “no es” un cuerpo. No sé si con esta hipótesis contribuyo a solucionar el rompecabezas o a dificultar su acabado. Trataré de explicarme.

Agilulfo no posee un organismo al que nombrar como cuerpo, sólo puede mostrar un monumento metálico sustituyendo al cuerpo. Pero nada puede extrañarnos, como sujetos, en esta metáfora metálica de la imagen del cuerpo. Es la primera operación que padecemos todos, como sujetos, por la entrada en el lenguaje, perdemos nuestro cuerpo natural, nuestro organismo, para ser reemplazado por una imagen total, la que nos da el espejo y nos confirma o nos desmiente la palabra del Otro, de nuestros otros primordiales. Esa imagen es la que nos permite decir que “tenemos” un cuerpo, mientras el cuerpo orgánico y natural no nos dice nada, no nos consuela de nada. Y Agilulfo no “es” un cuerpo, pero “tiene” un cuerpo, una imagen total, su armadura, monumento impoluto que, en tal caso, como monumento, conmemora el cuerpo perdido. Esa es la insustancialidad que siente Agilulfo y la mortificación por lo perdido. Es, simplemente, una alegoría de nuestra propia insustancialidad.

En Gurdulú, por el contrario, no tuvo lugar la incorporación al lenguaje, ninguna palabra lo representa particularmente como sujeto. Queda retenido en una sustancialidad orgánica, en “ser” un cuerpo. Para él no hay distinción con el exterior, no hay Otro, por eso no tiene duda, es una mariposa, una rana, un pez, una hoja, etc., todo ello fundiéndose en un puro goce orgánico y natural. Gurdulú parece un remedo radical de la Olenka de Chejov, pero al contrario que aquélla, sin posibilidad de confundirse con un mundo simbólico en el que sustentarse.

Finalmente, decir que Agilulfo, como todo sujeto que se incorpora al lenguaje, es deudor respecto de lo simbólico. Ello implica ser también sujeto del inconsciente y de la verdad, a quienes Agilulfo tiene que rendir cuentas. Precisamente, el acontecimiento con Sofronia se presenta en la novela como su historia aparcada, la historia que encierra una verdad antigua, equívoca y paradójica. Turrismundo parece surgir como alegoría del inconsciente y de su irrupción abrupta, produciendo el malestar que hace vacilar toda una estructura subjetiva, y que hace vacilar, nada menos, el significante que representa a Agilulfo. Cuando el fantasma del caballero paladín, como formación simbólica e imaginaria, se viene abajo, el problema está servido. La ficción que sostiene a Agilulfo, es decir, toda la vida, toda la realidad que se deriva del determinismo al que obliga el significante “Caballero de Selimpia Citerior” ya no lo sostiene. La insustancialidad se hace real, se hace visible, insoportable, tanto que Agilulfo se disuelve en ese sendero que transita hacia su nombre verdadero.

En definitiva, la novela de Calvino viene a mostrar cómo la posibilidad de sostenerse en la “ex-sistencia”, “fuera de...”, o lo que es lo mismo, en la insustancialidad, nos la ofrece el lenguaje, los significantes. Sólo ellos posibilitan la construcción de una ficción como escenario vital. Así le ocurre a Agilulfo mientras se siente representado por el “Caballerazgo de Selimpia Citerior”. Pero a veces, la vida nos obliga a comprobar que la única sustanciación para nuestra verdad es ese, la ficción. ¿Poca cosa para nuestro caballero? Así es el ser de lo humano. Y, a fin de cuentas, Agilulfo, más allá de los adornos e imposturas propias de la época histórica, no deja de ser una alegoría de cualquier sujeto nacido en cualquier época de la historia de la humanidad.

El problema para Agilulfo es que en tiempos de Carlomagno todavía no había nacido Sigmund Freud. Seguro que en el diván, en lugar de dejarse caer por el abismo de la melancolía, hubiera podido llegar a hacer algo con su insustancialidad, por ejemplo, situarla bajo cualquier otro significante que lo acogiese en una ficción renovada.

Miguel Alonso       

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