jueves, 25 de febrero de 2016

Todos los nombres, de José Saramago, comentario de Gustavo Dessal

Esta es la segunda obra de Saramago que vamos a trabajar en nuestra tertulia. La anterior fue El viaje del elefante, y la discutimos en enero de 2009. He leído toda la producción de este autor, y considero que Todos los nombres y Ensayo sobre la ceguera son sus dos novelas más impresionantes, lo que por supuesto no es más que una opinión  basada en el gusto personal.
        
José Saramago es el artista de la lucha del hombre consigo mismo. En todos sus libros logra recrear ese estilo de monólogo interior que nos acompaña constantemente, lo sepamos o no, esa voz que nos habla y a la que no podemos sustraernos. Ese monólogo que, paradójicamente, nos convierte en interlocutores de nosotros mismos. La escritura de Saramago está construida ex profeso para transmitirnos que -más allá de las pequeñas o grandes hazañas de sus personajes- es la soledad del hombre común a la que se trata una y otra vez de hacer hablar. En este libro, tal vez un poco más que en sus restantes novelas, se nos muestra mediante una profunda metáfora la materialidad de la que estamos hechos. La “moterialité”, escribió una vez Lacan, jugando con “mot” (“palabra”) y “materialité”. El terrible poder de lo simbólico, su dimensión sagrada. “Las palabras son más importantes que los hechos”, repite el protagonista de El regreso, el cuento de Joseph Conrad con el que comenzamos este ciclo. Pero no debemos olvidar que los hechos no son sin las palabras, y tampoco los seres.
        
Voy a darles algunas ideas generales, unas líneas gruesas a modo de apertura. Comienzo con una breve reflexión acerca del título: Todos los nombres. Veremos cómo el desarrollo de la trama nos va a ir llevando, poco a poco, a la negación de ese título. En efecto, no hay “todos los nombres”, y aunque ignoro si Saramago ha leído a Lacan (una pregunta que no suelo hacerme cuando me enfrasco en la literatura), creo que su fina sensibilidad poética en cualquier caso no necesita del saber psicoanalítico, ya que en el inicio mismo de la obra nos planta un epígrafe que pertenece al Libro de las evidencias, un libro inventado por el autor, un libro inexistente, y el epígrafe es tan impactante que por sí solo justifica el libro, incluso aunque el resto de las páginas estuviese en blanco. “Conoces el nombre que te dieron, no conoces el nombre que tienes”. Eso bastaría para un seminario entero. Esa diferencia, que es una extraordinaria forma de subrayar la inevitabilidad del inconsciente, objeta desde la primera página la idea de que la Conservaduría General del Registro Civil pueda contener “todos” los nombres. El “todo” queda desmentido por la razón de que el nombre que nos nombra no representa la totalidad de lo que somos, en primer lugar porque dicha totalidad no existe. El nombre que nos ha sido dado alberga un misterio, el misterio del deseo de aquel que nos soñó, y al que permanecemos encadenados. Al nombrarnos como nos han nombrado estamos impedidos de alcanzar ese otro nombre, el nombre que nos falta para nombrar lo más real de lo que somos.
        
La Conservaduría, y más tarde el Cementerio, son las metáforas del universo de los hombres, que navegan a la deriva en el océano infinito de las palabras, creyendo que van hacia alguna parte. El hombre, en el sentido genérico del término, nace a la vida por efecto de las palabras, pero ellas también lo mortifican, es decir, le dan la posibilidad de pensar acerca de la muerte, algo en sí mismo impensable, primer nombre que falta, puesto que ninguno puede en verdad decirla. Pero el sujeto humano, el sujeto que es siervo e instrumento del terrible poder de lo simbólico, debe su existencia de viviente al hecho de que puede desear, y desear, como ustedes bien saben, se refiere precisamente a un rango de la experiencia que eventualmente llega a ser tanto o más indispensable como las necesidades que aseguran la supervivencia. Don José, que no se caracteriza por ser un hombre notable, va a comprometer incluso el bienestar del cuerpo en aras de un deseo, un deseo que ni siquiera él mismo puede nombrar, aunque lo argumente con muchos pensamientos. Segunda objeción a “todos los nombres”.
        
La vida humana no puede concebirse por fuera del universo simbólico, “nombres y fechas cuya suprema importancia les viene de ser ellos…quienes dan existencia legal a la realidad de la existencia”. Pero tal como Kafka supo percibirlo, la existencia legal es asimismo el apresamiento del sujeto en ese orden de la burocracia en el que se realiza la secreta alianza entre la ley y los imperativos tiránicos del superyo. Es en ese mundo ordenado, el mundo de la clasificación y la memoria, el mundo en el que se pretende la contabilidad rigurosa e infalible de los que llegan a la vida, se unen, se desunen y por fin se marchan hacia esa misma nada de la que han venido, en ese mundo, va a sucederle a Don José algo inédito, algo que descompleta esa totalidad absoluta: la contingencia de un hallazgo, una ficha que Don José no pretendía buscar. Que esa contingencia tenga nombre de mujer no es una casualidad, puesto que solo de lo femenino es esperable que el orden del mundo cese por un instante de escribirse. Como tampoco es una casualidad que ese nombre -y no cualquier otro de lo miles que han pasado por las manos del escribiente- un nombre que jamás conoceremos, que lógicamente Don José conoce pero que no se nos revelará a los lectores, ese nombre, repito, y por razones que escapan al entendimiento tanto del protagonista como de nosotros, se convertirá en causa de una epopeya que cambiará la vida de nuestro modesto héroe. “El azar no escoge -escribe el autor- propone, fue el azar quien le trajo la mujer desconocida, solo al azar le compete tener voto en esta materia. No le faltan desconocidos en el fichero, pero le faltan los motivos para escoger a uno de ellos y no a otro, uno de ellos en particular, y no uno cualquiera de todos los otros”. Que sea uno y no otro, allí radica lo esencial, lo que decide el destino de una vida. El azar propone, pero el sujeto puede aceptar la propuesta o dejar que pase de largo.
        
Si alguien cree que la vida, una vida cualquiera, tiene algún sentido, que detrás del proyecto de un sujeto hay una intuición coherente y fundada en las bases orgánicas de la razón, Don José es la demostración de lo contrario. Él mismo no sabe qué es lo que va a buscar en el misterio de esa mujer desconocida, puesto que así lo intuye a cada paso, y aún así sabe que ya nada puede detenerlo, que debe llegar hasta el final, aunque nada permite hacerse a la idea de en qué consiste ese final, dónde debe trazarse la línea, o el punto, o el momento en el que sea preciso detenerse con el sentimiento de haber cumplido el cometido.
        
“Conoces el nombre que te dieron, no conoces el nombre que tienes”. En el encuentro con el pastor que conduce su rebaño por los derroteros del cementerio, encuentro con el Dios vivo que le confiesa el secreto de los nombres cambiados, Don José va a tener la experiencia de una revelación. El dicho nombre propio es siempre impropio, el verdadero nombre es otro.


                                                                           GUSTAVO DESSAL

No hay comentarios: