miércoles, 4 de mayo de 2016

Tristeza de la tierra, de Éric Vuillrad. Comentario de Gustavo Dessal

Hoy vamos a conversar sobre un libro diferente. Entre otras razones, su diferencia estriba para mi gusto en que se trata de una forma literaria que se resiste a una clasificación de los géneros establecidos. Es en parte una novela, en parte un ensayo, hecho de fragmentos unidos entre sí por una prosa exquisita, una sensibilidad poética capaz de convertir la historia de un personaje legendario pero de escasa trascendencia, en la metáfora del nacimiento de una era que hoy domina nuestro mundo. La sociedad del espectáculo como creadora de la realidad. El mito de la caverna que Platón, confinado a las sombras donde los hombres dan la espalda a la verdad, he recorrido varios siglos hasta llegar a nuestros días a plena luz. La verdad convertida en aquello que se da a ver, aquello que se muestra conforme a una estructura de ficción que puede manipularse, fabricarse, deformarse, curvarse a la medida de las necesidades del discurso al que dicha ficción sirve.
        
En manos de Éric Vuillard, la singular historia de Buffalo Bill se transforma en el paradigma del espectáculo como sistema de organización social. La mirada, elevada a la potencia suprema gracias a la magia del progreso técnico, se declina en todas las variantes posibles. Somos voyeuristas, exhibicionistas, gozamos de ver y de enseñar, de espiar, de merodear. Más que nunca, necesitamos la fábrica de sueños, dejarnos adormecer por las imágenes que nos llegan desde todas partes. Estamos cautivos incluso por la visión del horror que irrumpe en lo real, pero que la imagen teletransportada es capaz de reabsorber hasta el punto de convertir ese estallido de lo real en causa del deseo, del deseo de ver lo que en verdad es invisible en aquello que vemos.
        
Tristeza de la Tierra es la crónica de un dolor, del viejo dolor del mundo que no cesa de repetirse, una crónica que se abre con el recordatorio de la Exposición Universal de Chicago en 1893, cuando se cumplían 400 años del viaje de Colón a las Nuevas Indias. Vuillard es un autor extraordinariamente hábil para encontrar los recortes históricos con los que desarrolla su ensayo poético. La notable confluencia de esa Exposición Universal, donde Occidente expone el resultado de su superioridad bélica, ideológica y colonial, y la animación ofrecida al público gracias a la asombrosa puesta en escena del Wild West Show, es el pistoletazo de salida de esta narración que recorremos a saltos,  y que nos lleva a transitar por los caminos de aquellos a los que la historia ha olvidado. La perversidad humana posee recursos inimaginables. No hay limite alguno para lo que el hombre es capaz de hacer consigo mismo y con sus semejantes. Yo mismo he tenido la oportunidad de ver con mis propios ojos al “negro de Bañoles”, como se conocía al cuerpo embalsamado de un varón de Botsuana, adquirido por el Museo Darder de esa localidad de Girona. Su retirada en el año 2000 como resultado de diversas gestiones diplomáticas y su repatriación a Africa donde recibió sepultura, fue objeto de grandes protestas por parte de los habitantes de Bañoles, quienes consideraban a su negrito embalsamado “parte de la familia”. El negro de Bañoles no se distingue mucho de lo que el público deseaba ver en el gran show del Wild West: el indio, el objeto que suscitaba una mezcla de fascinación y de horror, algo que encarnaba una parte esencial de los fantasmas inconscientes. El indio, sometido, casi exterminado, convertido en artículo de feria, se exhibía como representación imaginaria de aquello que toda comunidad necesita exorcizar para constituir su pretendida identidad y cohesión como cuerpo social. El indio era lo Otro, el rostro visible de aquella oscuridad que no podemos atrapar en nosotros mismos, pero cuya existencia intuimos y que necesitamos arrancarnos para proyectarla de manera visible, atroz y cautivante, objeto causa del amor y el odio más extremos. Solo mediante su eliminación creemos poder afirmarnos. El ser solo se sostiene como imagen a condición de desprender de sí una parte, el deshecho arrojado a la exterioridad del mundo, y que le retorna como extrañeza, como alteridad que lo asalta y que despierta la ferocidad de las pulsiones.
        
Tristeza de la tierra es un libro que nos habla de muchas cosas, en especial de la historia del progreso humano como crónica de la crueldad y la barbarie. “Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro”, escribió Plauto el comediante, aunque fue Hobbes quien difundió la verdad que contiene. Pero me atrevo a suponer que si Buffalo Bill ha interesado a Éric Vuillard, es porque nos demuestra hasta qué punto el horror puede llegar a banalizarse y transformarse en mercancía. Todo puede negociarse, venderse, comprarse, convertirse en objeto de trueque, publicidad o fuente de plusvalía. Sitting Bull, humillado y derrotado, firma un contrato para convertirse en un personaje del show. Se reserva el derecho de venta de las fotografías y la firma de autógrafos. Alguien debió asesorarlo, pero su rendición al discurso del progreso no lo salvó de la ambición de los hombres que trajeron los caballos, las armas y los virus que acabaron con una grandiosa cultura. Antes de morir pudo formar parte de la teatralización de la historia, en la que la masacre de Wounded Knee se convierte en el Show de Truman, y el West Wild Show, antecedente de la grandiosa maquinaria de Hollywood, neutraliza el sufrimiento y emplea su magia alquímica para convertirlo en diversión al alcance de las masas.
        
No sé cuánto hay de invención y cuánto de realidad histórica en la recreación del personaje de Buffalo Bill, lo cual por supuesto carece de toda importancia. Importa la soledad de quien, en la cima de su celebridad, ya no sabe distinguir entre William Cody y el actor que representa. William Cody también forma parte de ese mismo procedimiento por el cual el discurso crea la verdad como ficción, como verdad mentirosa. Buffalo Bill es una invención que supera al sujeto mismo, al punto de que William debe imitarse a sí mismo, a ese “sí mismo” que en realidad fue inventado por otro, y debe imitarlo cada vez más, hasta el extremo de sus fuerzas, porque el espectáculo debe continuar. Su vida se convierte en la parodia de alguien que ha olvidado el nombre que alguna vez recibió. Pero no debemos perder de vista que Vuillard en ningún momento pretende sumarse a la idea calderoniana de que la vida es sueño. La vida podría ser un sueño si no fuese porque existe el cuerpo. ¿Qué es el cuerpo? Es aquello que tenemos. Lo que finalmente queda, incluso muerto, como resto inextinguible. Esos cuerpos que vivos o muertos forman los escombros de la historia, y allí tenemos el ejemplo del indio piel roja que, en una de las actuaciones en Europa, muere y es enterrado en Marsella. “Solo participan de la historia los deportados” -afirma Lacan en una de sus conferencias sobre Joyce. “Puesto que el hombre tiene un cuerpo, es por el cuerpo por lo que se lo tiene”. Frase oracular, inspirada sin duda en los horrores del nazismo, pero que no ha dejado de recorrer el curso de la pretendida humanidad. Esos cuerpos que se reclaman, que se buscan, que se entierran en secreto, se envían en trenes, se transportan en bodegas de barcos, pateras, botes inflables. Esos cuerpos a la deriva, esos cuerpos que huyen, que atraviesan fronteras, que invaden y desacomodan el paisaje, que manchan todas las Exposiciones Universales, que se comercian, se negocian y se reparten entre gobiernos, mafias y organizaciones solidarias.
        
La escritura de Éric Vuillard es una forma especial de mirar el mundo. Él, del mismo modo que lo hace en su relato Congo, aún no traducido al castellano, no juzga, no moraliza, pero al mismo tiempo tampoco es neutral. Es, como Alejo Carpentier, un cronista de la tristeza. Deja constancia, mediante el decir poético, de una conclusión que extrae estudiando al detalle una fotografía, donde vemos a un indio sentado, con un gesto en el que se adivina el esbozo de una sonrisa. Los ojos del indio están puestos en un punto que no podemos localizar, y el autor se limita a afirmar que, a pesar de esa sonrisa, aquella criatura sabe que va a morir. ¿Morimos todos? He aquí la gran tristeza de la tierra. No, no morimos todos. Mueren ellos. Nosotros -y aquí debemos discutir quiénes somos nosotros y quiénes ellos- nosotros no morimos nunca.
        
El libro podría haber acabado aquí, con este extraordinario final que, sin buscar víctimas y culpables, nos deja un cierto sentimiento de vergüenza. Nunca he comprendido la idea de que debemos asumir como nuestro el pecado original. En cambio comprendo un poco más cuando Lacan reflexiona que una de las cosas más graves del mundo moderno es que ya nadie se muera de vergüenza. El libro podría haber acabado aquí, decía, pero el autor nos reserva una sorpresa, una especie de pieza suelta, o que al menos lo parece en una primera lectura. Sin embargo, creo que esa pieza encaja muy bien con la historia que la precede. Mientras Buffalo Bill, los americanos y la Europa entera se disputaba esa gigantesca empresa de devastación que conocemos con el nombre de progreso, un individuo singular, llamado Wilson Alwyn Bentley, que vivía en el estado de Vermont, con tan solo quince años estudiaba al microscopio los copos de nieve. El joven Bentley comienza a apasionarse por eso, y descubre que Dios ha hecho a todos los copos de nieve diferentes. No existe ninguno igual a otro. La nieve, esa masa que solo podemos apreciar en su conjunto, está en verdad hecha de miles de millones de minúsculas partículas irrepetibles. Aisladas de sus semejantes (que no sus iguales, por lo que ya hemos dicho), son extremadamente evanescentes, se esfuman en el aire, haciéndose invisibles. Los copos de nieve, como algunos otros fenómenos episódicos y fugaces, pertenecen a un mundo que está casi fuera del alcance de nuestra mirada. Por eso es necesario el uso de instrumentos técnicos que permiten extenderla hasta límites inimaginables. Con el paso de los años, lo esencial de la vida de Wilson “se concentra en los ojos. Wilson estaba por completo en la mirada, como si vivir consistiese en ver, en mirar, como si él estuviese hechizado por lo visible y buscase algo apasionadamente. ¿Pero qué? Tal vez nada. Solo el sentimiento del tiempo que muere, de las formas que desfallecen”. Hay otra manera de mirar, de buscar lo esencial en lo que no habrá de repetirse nunca, en la diferencia que se desvanece al instante en el largo curso de la historia. Wilson quiso fotografiar el viento, y no pudo lograrlo. ¿Habrá considerado esa imposibilidad como un fracaso, o por el contrario como su mayor logro?
                                                                          

Gustavo Dessal

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