jueves, 12 de enero de 2017

Tertulia 75. Ante la ley, de Kafka. Comentario de Miguel Alonso

Ante la ley es el relato más complicado y de más difícil comprensibilidad que afronté a lo largo de estos años de tertulia. Aquí el sentido parece fugarse por todos los lados, de manera que toda interpretación se muestra tangencial al texto, sin nunca aprehenderlo, sin nunca apresarlo del todo. Pero pienso que situarse en esa incomprensibilidad, y asumirla, es un buen lugar de llegada, no sólo como lector, sobre todo como sujeto. Y digo como sujeto porque, tengo la impresión de que esta propuesta kafkiana de comparecencia ante la ley supone comparecer ante el sujeto mismo. De manera que estaríamos ante una especie de tautología en la cual el campesino, situándose ante la ley, lo haría ante sí mismo.

Para llegar a esta conclusión necesito hacer un pequeño recorrido.

En primer lugar, nuestro protagonista, “un hombre del campo”, en su anhelo de entrada a la ley y en su infructuosa y prolongada espera, nos hace sentir el peso de la precariedad, del conflicto, es decir, de la división, el peso de la mendicidad y, por supuesto, el peso de la falta, del vacío, de la imposibilidad, hasta el mismo momento de la muerte. Y es que esta rara especie, la humana, la del ser que habla, encarnada en el hombre del campo, tratando de encontrar su esencia, y posicionado ante ella, irremediablemente se muere sin saber.

Pienso que para afrontar un relato tan corto, tan condensado, tan complicado, no se puede desperdiciar ninguna sugerencia que venga de él. En este sentido, no capté, en ninguno de los ensayos que leí, ninguna referencia al hecho de que el “hombre del campo” no acude a la entrada de la misteriosa ley sin haber sido tocado por ella. Hay un paso previo a su deseo, vamos a decir a su voluntad férrea de entrar en la ley. Y es que, aunque sea de forma mínima, ya viene investido por una ley que se le impone, la ley del lenguaje, la ley del significante, la ley del orden simbólico. Y esto me parece muy importante para lo que viene luego, pues ser “un hombre del campo” quiere decir que está adscrito a un conjunto cerrado –insisto en esto, “un conjunto cerrado” en contraposición a lo abierto de la ley ante la que acude el protagonista. Y estar en ese conjunto cerrado que podemos denominar “los hombres del campo” otorga pleno derecho de realidad, es decir, sitúa al personaje en una realidad constituida anticipadamente por los significantes. Es una cuestión puramente estructural, pero legal, que se le impone.

Evidentemente, no es una cuestión que esté explicitada de una forma concreta, no hay una demora precisa en ella, pero no deberíamos soslayarla, pues evita entrar en el absurdo de que alguien es potador de la palaba, como queda demostrado en la dialéctica metafísica que sostiene con el guardián, sin haber entrado en la ley. Eso no es posible. Si entró en el lenguaje, entró en la ley. Además, la ventaja que ofrece tomar esta vertiente en consideración, es que de esa manea podemos establecer dos planos opuestos de la ley, a saber, un plano simbólico, el que acabamos de  ver, que daría sentido a la vida situando al sujeto en la realidad, y un plano articulado al sinsentido, e incluso a la ferocidad, no de la ley, porque nunca sabemos qué es la ley, sino de sus guardines.  

Lo que ocurre es que el campesino se confronta, a mi modo de ver, con otra vertiente de la ley que no ofrece significantes, palabras a las que agarrarse. Esta alegoría, Ante la ley, vendría a señalarnos que todos los sujetos que admiten la ley del lenguaje, esa que les permite pertenecer a conjuntos cerrados y perfectamente habitables, de los que se puede salir o entrar, han de confrontarse, de forma ineludible, con otra vertiente de la ley que no muestra su esencia, que no muestra su ser, una vertiente abierta, cualidad que, a diferencia de la anterior, no permite establecer ningún conjunto, pues no ofrece límites visibles que nos puedan contener. Ahí es muy explícito el relato, cada sujeto, como bien queda reflejado en el final, tiene una relación particular y única con esa vertiente insensata de la ley. Es una relación de uno por uno.

Llegados a este punto, no podemos dejar de reflexionar acerca de la figura del guardián para encontrar algún sentido en esta vertiente enigmática de la ley.

Porque no podemos hablar de representante. Una cosa es ser representante de la ley, y otra cosa es ser guardián de la ley. Podríamos hablar de representantes cuando estos se ocupan de los aspectos simbólicos de la ley que permiten al sujeto inscribirse en un orden simbólico, en un orden de realidad. Pero los guardianes no permiten esta inscripción, ni siquiera parecen humanos, aunque su figura lo sea. El guardián, casi podíamos decir que tiene una nariz enfática, unos pelos enfáticos, todo en él parece tan enfático como para que no nos tomemos su figura como totalmente humana. Es un poco raro el hombre.  

Y si el primer guardián tiene un aspecto algo inquietante y que infunde temor con su nariz puntiaguda, su poder, etc., etc., qué decir de los siguientes guardianes. No parecen del todo humanos aunque tomen una cierta forma. Da la impresión de que cuanto más se avanza en la ley, ésta más se aleja de cualquier investidura simbólica y se articula con lo monstruoso, hasta el punto de que solamente moran en su ámbito poderes difusos, poco amables y nada deseables para nuestros cuerpos. Esos guardianes poco humanos, tanto en su aspecto como en sus sugerencias, me traen a la cabeza la cuestión de una de las leyes más atroces que sufrimos, la que deriva de la instancia del superyó, que como bien decía Gustavo Dessal en su curso sobre este concepto:

Es que hay algo que reconocemos como una ley, pero una ley peculiar en tanto uno no puede saber qué es aquello que la fundamenta y, sin embargo, no se puede sustraer a ella.

Las resonancias de esta frase con el texto de Kafka me parecen elocuentes. El hombre del campo parece no poder sustraerse a ella. Pero además, si continúo con el desarrollo de mi interpretación, el relato muestra algo paradójico en el anhelo de entrar en un escenario legal que no le augura nada prometedor. ¿Por qué esa adherencia?

Podemos pensar en el terreno de la voz. Es impresionante el relato en este punto, pues mostraría una verdad estructural del sujeto: su división. El hombre del campo escenifica, en ese anhelo, un empuje inevitable, casi podríamos decir imperativo, pues ninguna razón parece detenerlo, hasta el punto de que entra en la dialéctica con la voz del guardián durante toda su vida. Y siendo una voz que prohíbe, sugiere y empuja y detiene, acoge y produce temor, todo al mismo tiempo, qué nos impide tomarla como metáfora de esa voz del superyó, bien conocida por todos por su monstruosidad, por su incoherencia, por su apariencia humana, que parece pertenecer a la moral pero a la vez es el empuje más mortífero que padecemos los seres humanos hacia nuestra destrucción. En realidad, la voz del guardián viene a proyectar en el hombre del campo la absoluta división que padecemos todos los sujetos en relación a esa voz áfona que nos paraliza en nuestras vidas. El hombre del campo se muestra aquí como un auténtico símbolo de esa división. No sabe qué es esa ley, sólo conoce una voz insensata relacionada con ella. 

Por tanto, registramos dos divisiones, la confrontación con una ley simbólica y con otra insensata, por un lado. Y por otro, y dentro de esta última ley insensata, registramos otra división, la situación paradójica y contradictora que lo empuja a la vez que le prohíbe el acceso a esa ley. La situación sugiere una topología del exterior y del interior todo reunido en un mismo ser, el hombre del campo. Se está configurando una alegoría de una división que el sujeto siente en su propio interior y de lo cual no es, en absoluto, consciente. Es la cuestión de la extimidad, una ley que se muestra viniendo del exterior, pero que se revela en lo más íntimo del sujeto, en este caso, el hombre del campo, no pudiendo sustraerse de ella a lo largo de toda una vida.

Por supuesto, estamos ante una ley despersonalizada, por eso no hay representantes, sino algo como figuras un poco siniestras, como guardianes. No encontramos allí a ninguna persona real. Vuelvo a traer a colación a Gustavo Dessal cuando dice:

Freud, en El malestar en la cultura, habla del superyó como una instancia feroz, una instancia que, aunque necesaria, está en la base del malestar, y en El yo y el ello, la asocia con los intereses de la pulsión de muerte   

Si el primer paso del hombre del campo lo da dentro de una ley simbólica, amable, primera, podríamos pensar que los representantes de esa ley son, además de la familia, las instituciones sociales. Pero, es a medida que pretende adentrarse en la esencia de la ley, que comienza a situarnos en la frontera con la insensatez, con las paradojas, con un empuje que parece imperativo y no se puede soslayar.

Por abundar y recalcar lo dicho. En el lado de la ley simbólica, la del lenguaje, las realidades son, de algún modo, exclusivas, es decir, o se es campesino, o se es otra cosa que se sitúa en el exterior de ese conjunto. Todos podemos tomar referencias al respecto, pues encontramos un orden. Pero en lo relativo al sujeto, esto no agota las posibilidades. Hay algo más allá del orden y del sentido, la confrontación con una ley enigmática, insensata que no nos ofrece un margen de maniobra, sino que nos paraliza, en tanto sólo sabemos de ella por la mediación de personificaciones difusas. Es Otra ley de la que, como bien explicita el relato, no podemos decir nada.

El relato concluye estableciendo que cada uno tiene su entrada. Eso significa que no hay todo, sino uno por uno, sin conjunto posible. No es posible expresar ninguna especificación, ninguna determinación que acote y limite a un conjunto cerrado. Podríamos expresarlo como que algo en la ley no entra dentro de la determinación simbólica y el orden, sino que hay una parte de la ley que sume al sujeto en la indeterminación, en la división, en la angustia, en el desamparo, en el no saber.

Todo ello nos llevaría a tratar de definir cuál es el ser de la ley. Aquí está la tautología de la que hablaba al comienzo. Decir que estamos Ante la ley, es lo mismo que decir que estamos ante el mismo sujeto, que es siempre un sujeto en falta. Acceder al ser de la ley sería acceder a su propio ser. Aceptar la incomprensibilidad es asumir que ese ser está vacío y para siempre. Si es un causa perdida el encuentro con el origen del lenguaje, da la impresión de que tratar de dar con el origen de la ley, con el ser de la ley,  es un problema subsidiario del primero. Si acaso, pensar que el hecho de hablar implica esas dos vertientes, una articulada a la amabilidad del símbolo, otra más articulada, incluso, a una pulsión de muerte en tanto la insensatez nos envuelve, nos paraliza y, como bien expresa el relato, nos convoca.

Miguel Alonso


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